11 DE ABRIL
SAN LEÓN I, EL MAGNO
PAPA Y DOCTOR (+461)
PARA trazar las tramas de una vida tan densa como la de San León, el Magno, hemos de recurrir necesariamente a la semblanza.
En la Galería vaticana hay un fresco de Rafael que ha llegado a ser clásico: «San León detiene a Átila». La concepción es maravillosa, digna de la magia de sus pinceles: frente a frente, dos banderas: la del bien y la del mal; la bandera blanca del Sumo Pontífice y el pendón sangriento del Azote de Dios. De un lado, el cortejo papal, con la calma y solemnidad de una ceremonia religiosa; del otro, el tumulto, el atropellamiento, la turbación. Ante el ímpetu feroz, apenas contenido, de Atila, la figura augusta de León, con su triple tiara y la mano en ademán de bendecir: todo un símbolo del poder sobrenatural y reposado del Vicario de Cristo…
El argumento histórico es más conocido. Los hunos, después de entrar a saco en Pavía y Milán, han llegado a las puertas de Roma. El emperador huye; los generales también. El terror cunde por todas partes. ¿Qué hacer? Los romanos ponen los ojos en el Papa: es el único que puede conjurar el desastre. Y San León sale al encuentro de Atila. Nadie sabe lo que pasó en aquella conferencia. Cuenta la tradición que, mientras parlamentaban ambos personajes, apareció detrás del Pontífice una figura misteriosa de soberana majestad, presta a desenvainar la espada. La Historia registra con sobriedad de crónica este hecho sorprendente, que define la gloriosa trayectoria de San León y justifica por sí sólo el sobrenombre de Magno que le ha dado la posteridad. Dice así: «Atila repasó los Alpes. Era en el año 452».
La vida de San León hasta su elevación al Sumo Pontificado se pierde en el anonimato, cumpliendo sin duda una misión providencial. El Liber Pontificalis da como seguro su origen toscano y añade que ha sido diácono de la Sede apostólica bajo Celestino I, y persona de gran estimación. Lo cierto es que, estando en las Galias ocupado en una delicada gestión política, le sorprende su encumbramiento al Sumo Pontificado. Este suceso imprevisto pone su vida en claro, así como su alto destino; a saber: «Alcanzar espléndidas victorias sobre el error y someter la falsa sabiduría del mundo a la verdadera Fe con dos armas invencibles: ciencia y verdad».
Él estaba convencido de su incapacidad, pero amaba demasiado a la Iglesia para rehuir un yugo que el celo de la unanimidad colocaba sobre sus hombros. Ei mismo día de su consagración en Roma —29 de septiembre de 440— reza ante el pueblo reunido esta humildísima plegaria: «Señor —dice—, he oído que vuestra voz me llamaba y he quedado mudo de estupor; he visto la obra que me habéis encomendado y el miedo ha embargado mi alma. ¿Qué proporción hay entre la carga que me habéis impuesto y mi flaqueza, Dios mío, entre esta elevación y mi nulidad? Os lo suplico, Señor: sed mi sostén y mi guía, compartid conmigo el yugo que me oprime». Y, sin embargo, quien así habla es —a juicio del historiador Batiffol— el Pontífice máximo que ha tenido la Iglesia, el hombre que necesitaba la Cristiandad, el hombre del momento: activo y celoso, firme e inexpugnable, erudito teólogo y hábil diplomático.
El panorama político-religioso de Europa era tan trágico, que cualquier espíritu menos templado que el suyo hubiera sucumbido.
San León se lanza a la lucha con toda la energía de su carácter -toscano, con un anhelo infinito de unidad y pacificación. Por guía lleva esta máxima —cifra de su ideario y el de la Iglesia romana—: Vetustatis norma servetur. Dios arma su brazo de fortaleza y en los veinte años de su gobierno no caen de sus manos, ni la espada de la justicia ni la antorcha de la verdad. Su glorioso Pontificado es una cadena ininterrumpida de victorias contra la barbarie, la tiranía y el error; contra Átila y Genserico, contra Dióscoro y Eutiques, contra Nestorio y Prisciliano. Combate el vicio dondequiera que se manifieste: entre los andrajos de los desgraciados o entre los esplendores de la púrpura. Para los más cultos escribe sus luminosas Cartas, llenas de santa entereza; para los más humildes —cuya instrucción considera como uno de los primordiales deberes de su misión apostólica— sus admirables Sermones, cifra de mansedumbre; pero su claridad y energía de pensamiento son siempre las mismas.
Extraordinaria sobre toda ponderación —Bossuet la califica de divina — es su Epístola dogmática, dirigida al Patriarca Flaviano durante el Concilio de Calcedonia, y cuya lectura provoca la admiración de la magna Asamblea: «Pedro ha hablado por boca de León» — exclaman a una voz los quinientos Obispos reunidos—. En otra carta escrita al Emperador Teodosio, dice con valentía: «Dejad a los Prelados que defiendan su fe: ni las potestades, ni el error serán capaces de destruirla. Guardad la paz de la Iglesia, para que Dios guarde la de vuestro Imperio». Y así, unas veces el Pontífice ruega, otras aconsejan, otras conmina. Sus decisiones son siempre claras, sobre todo en materia de fe, y su autoridad se impone sin violencias, más con imperio soberano. Cuando habla del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, su palabra raya en lo sublime. Doctor de la Encarnación le llamará la Iglesia.
San León murió en Roma el 10 de noviembre del 461. Sus restos reposan en la Basílica Vaticana, cabe el altar que lleva su nombre.