domingo, 13 de abril de 2025

14 DE ABRIL. SAN JUSTINO, EL FILÓSOFO, APOLOGISTA Y MÁRTIR (SIGLO II)

 


14 DE ABRIL

SAN JUSTINO EL FILÓSOFO

APOLOGISTA Y MÁRTIR (SIGLO II)

SIEMPRE ha cautivado nuestra atención esta bella paradoja: la sublime locura de la cruz. ¿No habéis parado mientes en la divina sabiduría de esta locura —stultítia crucis de que habla San Pablo en la hermosa epístola de la Misa de hoy? Leedla, y veréis que, si el propio Apóstol no fuera la encarnación más perfecta de tan altísima doctrina, podría serlo San Justino: el filósofo admirable, sediento de Dios, que, después de buscar vanamente la verdad en la vacua ciencia del mundo, la halla en el Cristianismo, la defiende con la palabra y con la pluma y la rúbrica con su sangre de mártir.

Puntualizar la vida de San Justino es empeño harto difícil. Tenemos pocas fuentes históricas en que apoyarnos para trazar una biografía ordenada, aparte las Actas de su martirio y unos cuantos retazos autobiográficos, perdidos aquí y acullá en sus obras. A esto nos ceñimos.

Nace en la actual villa palestina de Naplusa —la antigua Siquén— donde Cristo dialogó con la Samaritana. En el siglo II, es una colonia romana y se llama Flavia Neápolis. Sin embargo, Justino no es judío sino oriundo de familia pagana. Alma sincera, leal, trasparente, espíritu vivo y penetrante, ávido de saber, muestra desde la infancia decidida afición, al estudio. Por encima de todo ama la Filosofía, la ciencia del saber, la ciencia de las ciencias, la ciencia de la verdad: su ciencia, en definitiva, porque el amor a la verdad y un hondo sentimiento de justicia son los ejes de su existencia. A ella se consagra con todo el ardor de sus años juveniles.

Este noble afán le lleva de escuela en escuela, de maestro en maestro, de sistema en sistema, de Séneca a Epicteto, del Pórtico al Peripato. Nada más emocionante y sugestivo a la par, que la peregrinación hacia la verdad de este joven filósofo, que va poniendo en aprieto a los maestros más afamados con una sencilla pregunta: «Bueno, y de Dios, ¿qué me decís?». Alguien le habla encomiásticamente de la escuela platónica, cuya filosofía tiene por fin la visión de Dios. La idea le fascina, y se hace discípulo de Platón...

¡Divina ilusión, pero ilusión al fin! Guiado por un maestro que le entiende, profundiza en la nueva doctrina con gran rectitud y nobleza de alma, y hasta llega a degustar las indiscutibles bellezas del Fedro y el Simposio. Pero Justino quiere contemplar a Dios de veras. No es un sofista que se entretiene en el placer intelectual que procuran los goces del raciocinio; es un hombre de acción que ama la verdad para practicarla. Su alma, sin embargo, está aún insatisfecha. Lo que más le admira e inquieta, es ver a unos hombres que, en medio de las persecuciones, de los tormentos y de la muerte, poseen una serenidad y un temple de ánimo que él no ha podido encontrar en la vorágine filosófica: son los cristianos.

Dios premió su noble actitud. Nos lo cuenta él mismo. Oigámosle:

«Fue en la ciudad de Alejandría. Paseábame cierto día cerca de la playa absorto en mis pensamientos. En esto, me aborda un anciano de noble y apacible presencia. Hablamos. Yo derivo la conversación a mi problema.

— Los filósofos —me dice — se han extraviado. Ninguno ha conocido al Dios verdadero.

—Si ellos no nos enseñan la verdad, ¿dónde la hallaremos?

Ahí me esperaba.

—La verdad, la virtud, la felicidad —continuó el anciano—, que apenas lucen en los libros de los filósofos, brillan como el sol en las Sagradas Escrituras. Léelas, estudia el Cristianismo y pide a Dios que te abra las puertas de su luz divina. Sólo Él y su Cristo pueden obrar el milagro.

Y, dichas estas palabras, desapareció. —Seguí su consejo —concluye el Santo— y vi que la filosofía de los Libros Santos era la única verdadera y útil. Por esto soy filósofo cristiano...».

Justino abraza la fe con la absoluta sinceridad que demostrará su vida, su obra y su muerte. Pone su poderosa inteligencia al servicio de la Iglesia y de la caridad. Devorado por el fuego apostólico, funda escuelas de filosofía cristiana —como el Didascaleo romano— viaja por Italia, por Egipto, por Asia, combatiendo siempre y en todas partes el error. Filósofo a lo divino, apologista incontrovertible, valiente, entusiasta y santo, vive ajustado a esta máxima suya: «Poder decir la verdad y callarla, es atraerse la ira de Dios».

Y escribe. Escribe sin cesar. Ahí están sus obras: el Discurso a los paganos, el Diálogo con Trifón, la Unidad de Dios, la Apología... Esta sola obra —brioso alegato en defensa del Cristianismo oprimido— le vale el título de Doctor. La dedica al emperador Antonino Pío, y no recata en ella su personalidad. «¡Oh Emperador! —termina diciendo— júzganos ahora que sabes quiénes somos. A tu veredicto, respondemos: Cúmplase en todo la voluntad de Dios».

La voluntad de Dios era que rubricara con el martirio su vida nobilísima. Denunciado por el cínico Crescencio, compareció ante el prefecto Rústico hacia el año 163.

— ¿Qué ciencia estudias?

— Las he estudiado todas. Ahora soy cristiano. Mi mayor ilusión es poder morir en defensa de esta doctrina, la única verdadera...

No hubo más palabras. El Prefecto mandó azotarlo y degollarlo; y el lictor le abrió con su hacha las puertas del cielo. Al fin, veía a Dios...