LA
SOBERBIA Y LA HUMILDAD.
Homilía
del X domingo después de Pentecostés
Forma Extraordinaria del Rito Romano
Forma Extraordinaria del Rito Romano
Iglesia
del Salvador, 24 de julio de 2016
Queridos hermanos:
Jesús, que conoce el interior de los corazones y
penetra hasta lo más profundo del corazón, sabía que entre los que le
escuchaban había muchos que considerándose justos despreciaban a los demás.
Queriendo corregir su soberbia y presunción, narra la parábola del fariseo y
del publicano que suben al templo a orar para poner de manifiesto el pecado de
la soberbia y como es la humildad la virtud de los que agradan a Dios.
La soberbia es uno de los pecados capitales que consiste
en una estima desmedida de sí mismo y amor propio indebido, que busca la
atención y el honor, el reconocimiento, creyéndose más que los demás y por
encima incluso de Dios.
Somos soberbios cuando nos creemos
autosuficientes, capaces de hacerlo todo sin necesidad de los demás, cuando
creemos que somos los mejores en nuestro trabajo, en nuestro apostolado, en la
práctica de las “virtudes”… Somos
soberbios cuando queremos imponer nuestro criterio, cuando nos creemos
poseedores absolutos de la verdad, cuando somos intransigentes con los defectos
del prójimo y perdemos la paciencia con ellos…. Somos soberbios cuando nos
gusta llamar la atención, que nos saluden y nos den importancia, cuando
buscamos ser reconocidos y aplaudidos….
Somos soberbios cuando solo sabemos hablar de nosotros mismos y de lo
bien que hacemos todo…
La soberbia fue el pecado del ángel caído que no
quiso servir a Dios hecho hombre. La soberbia fue el pecado de nuestros primeros
padres: Quisieron ser autónomos, dueños absolutos de sus propias vidas,
olvidaron su condición de criaturas y quisieron ser dioses. “La soberbia es el
principio de todo pecado.” (Ecles 10,15) Y, qué difícil será salvarse a los
soberbios: “la soberbia es signo clarísimo de reprobación, mientras que la
humildad lo es de predestinación.” (San Gregorio Magno)
Existen formas de la soberbia que claramente
quedan manifiestas ante todos, pero hay una soberbia muy peligrosa: aquella que
está disfrazada de una falsa humildad y justificada con argumentos muy razonables: “yo soy muy exigente conmigo
mismo”,” yo soy muy coherente”, “no soporto las injusticias y la mentira”, “yo soy muy sacrificado”… y todo ellos sirve para justificar nuestros
ataques de soberbia… De estas humildades –decía Santa Teresa- que Dios nos
libre, porque tan sólo tienen de tales el disfraz, ocultando bajo la máscara un
orgullo refinado”.
San Bernardo, maestro de monjes y conocedor de la
vida del alma, siguiendo la Regla de san Benito, enumera doce grados de la
soberbia donde podemos vernos muy bien reflejados. Son palabras del santo, no
mías:
1. LA
CURIOSIDAD, por la que el soberbio “se preocupa de los demás y se desconoce a sí
mismo,” entreteniéndose en las cosas que no le incumben.
2. LA
LIGEREZA DE ESPÍRITU, por la que el espíritu del soberbio “unas veces quiere
encumbrarse y otras queda abatido hasta lo más profundo por la envidia. Tan
pronto está lleno de maldad y se consume de envidia, para después reírse como
un niño ante su propia gloria. La primera actitud respira maldad; la segunda,
vanidad; y ambas, soberbia. Porque el amor de la propia gloria es lo que le
hace sentir dolor por lo que le supera y alegría de sentirse superior.”
3. LA
ALEGRÍA TONTA, característica de los soberbios que “suspiran siempre por los
acontecimientos bullangueros y huyen de los tristes, según aquello de que el
corazón del tonto está donde hay jolgorio. Han borrado de su memoria todo
cuanto les puede humillar y entristecer, sueñan y se representan todos los
valores que se imaginan tener. No piensan más que en lo que les agrada, y son
incapaces de contener la risa y de disimular la alegría tonta.”
4. LA
JACTANCIA, por la que el soberbio “anda hambriento y sediento de un auditorio
al que pueda lanzar sus vanidades, arrojar todo lo que siente y darse a conocer
en lo que es y vale. A la primera ocasión, si la temática versa sobre ciencias,
saca a colación sentencias antiguas y nuevas ensarta una perorata con el eco de
palabras ampulosas. Se adelanta a las preguntas; responde incluso a quien no le
pregunta. Propone cuestiones; las resuelve él mismo, y corta a su interlocutor,
sin dejarle terminar lo que había empezado a decir. Cuando suena la señal y se
precisa interrumpir la conversación, la hora larga transcurrida le parece un
instante. Pide permiso para volver a sus historias fuera del tiempo señalado.
Claro que no lo hace para edificar a nadie, sino para cantar su ciencia. Podría
edificar, pero eso ni lo pretende. No trata de enseñarte o aprovecharse de tus
conocimientos, sino de demostrarte que sabe algo.”
5. LA
SINGULARIDAD, por la que el soberbio busca salirse de aquello que es normal y
el comportamiento propio. “No procuran ser mejores, sino parecerlo. No desean
vivir mejor, sino aparentar el triunfo para poder decir: No soy como los demás.”
6. LA
ARROGANCIA. “El arrogante cree cuanto de positivo se dice de él. Elogia todo lo
que hace y no le preocupa lo que pretende. Se olvida de las motivaciones de su
obrar. Se deja arrastrar por la opinión de los demás. En cualquier otra cosa se
fía más de sí mismo que de los demás; sólo cuando se trata de su persona cree
más a los otros que a sí mismo. Aunque su vida es pura palabrería y
ostentación, se considera como la encarnación misma de la “santidad”, y en lo
íntimo de su corazón se tiene por el más santo de todos.”
7. LA
PRESUNCIÓN. “El que está convencido de
aventajar a los demás, ¿cómo no va a presumir más de sí mismo que de los otros?
En las reuniones se sienta el primero. En las deliberaciones se adelanta a dar
su opinión y parecer. Se presenta donde no le llaman. Se mete en o que no le
importa. Reordena lo que ya está ordenado y rehace lo que ya está hecho. Lo que
sus manos no han tocado, no está bien ni en su sitio. Juzga a los tribunales y
prejuzga a los que van a ser juzgados.”
8. LA
EXCUSA DE LOS PECADOS; “como Adán y Eva, se esfuerza por excusarse” culpabilizando
a los otros, a las circunstancias o aminorando la gravedad o intencionalidad.
9. LA
CONFESIÓN FINGIDA. El soberbio “se humilla con malicia, mientras dentro está
lleno de engaños. El rostro se abate, el cuerpo se inclina. Se esfuerzan por
derramar algunas lagrimillas. Suspiran y sollozan. Van más allá de la simple
excusa. Se confiesan culpables hasta la exageración. Aflora en sus labios una
confesión por la que merecía alabanza, más la iniquidad anida oculta en el
corazón.”
10. LA
REBELIÓN, donde ya el soberbio no esconde su defecto, sino que manifiestamente
es arrogante con sus semejantes y desprecia a sus superiores.
11. LA
LIBERTAD DE PECAR, donde el soberbio “entra por unos caminos que a los hombres
les parecen rectos, pero cuyo fin, a no ser que Dios lo impida, sumerge en lo
profundo del infierno, es decir, en el desprecio de Dios. Se goza en realizar
sus deseos con tanta mayor tranquilidad cuanto más libre se ve de quienes, en
cierto modo, le cohibían por el pudor o por el temor. Si ya no teme a los
hermanos ni al abad, aún le queda un cierto rescoldo de temor a Dios. Y su
razón, que todavía insinúa algo, antepone ese temor al deseo y ejecuta cosas
ilícitas no sin una cierta pesadumbre.”
12. LA
COSTUMBRE DE PECAR, “con el ardor de la concupiscencia, la razón se adormece y
la costumbre le esclaviza. El miserable se siente arrastrado hacia el abismo de
las maldades. El cautivo es un esclavo de la tiranía de los vicios, hasta el
extremo de que, aturdido en la vorágine de los deseos carnales y olvidado de su
razón y del temor de Dios, dice como el necio para sí: No hay Dios. Desde ahora
su norma moral es el placer; y no impide que su espíritu, sus manos y sus pies
piensen, ejecuten e investiguen cosas ilícitas. Malévolo, fanfarrón y
delincuente, maquina, parlotea y lleva a cabo cuanto le viene al corazón, a la
boca o a las manos.”
Ante el pecado de la soberbia, el cristiano está
llamado a vivir la virtud de la humildad: por la que reconocemos nuestra
condición de criaturas limitadas en un verdadero conocimiento de Dios y de
nosotros mismos.
·
La humildad nos sitúa debidamente ante
Dios, confesando su nombre, glorificándolo y dándole gracias, cumpliendo su
santísima voluntad. La humildad nos hace reconocer que todo los bueno que hay
en nosotros es de Dios, y a él le pertenece; que no es fruto de nuestros
méritos y bondades, pues no podemos decir más que aquello que decía Santa
Catalina: “Yo soy la nada más el pecado.”
·
La humildad nos sitúa debidamente ante
los demás: no considerándonos por encima ni superiores a los otros,
reconociendo en ellos los dones de Dios, amándolos como Dios los ama…
·
La humildad nos sitúa correctamente
hacia nosotros mismos. El humilde se sabe bendecido por Dios, pero esto no le
lleva a la vanidad, sino a la confusión de saberse indigno de las misericordias
de Dios para con él. Si ve en él alguna perfección, sabe que es nada comparada
con la infinitud de Dios. El humilde vive en un santo temor de poder perderse,
viviendo en una continua vigilancia y ascesis, pues cree las palabras del Apóstol: “El que
esté en pie, tema no caiga”. (1 Cor 10, 12)
Los doce grados de soberbia explicados por san
Bernardo corresponden a los doce grados que San Benito en su regla establece
para vivir la virtud de la humildad. Dice San Benito a sus monjes: “Si queremos
llegar a la cumbre de la humildad y llegar pronto a aquella exaltación
celestial a la que se asciende por la humildad de la vida presente mediante los peldaños de nuestras obras,
tendremos que levantar aquella escala que Jacob vio en sueños y en la que se
veían ángeles bajando y subiendo. Sin
duda alguna, en el bajar y subir no entendemos otra cosa sino que por la
exaltación se baja y por la humildad se sube. Pues esa escala levantada es nuestra vida
temporal que Dios eleva hasta el cielo por nuestra humildad de corazón.” Estos
son los doce grados de la humildad que hemos de subir para llegar a Dios.
I.
Abstenerse por temor de Dios en todo
momento de cualquier pecado.
II.
No amar la propia voluntad.
III.
Someterse a los superiores con toda
obediencia.
IV.
Abrazar por obediencia y pacientemente
las cosas ásperas y duras.
V.
Esperar a ser preguntado para hablar.
VI.
Confesar los pecados.
VII.
Juzgarse indigno e inútil para todo.
VIII.
No salirse de la norma común del
monasterio.
IX.
Reconocerse como el más despreciable
de todos.
X.
No ser de risa fácil.
XI.
Expresarse con parquedad y
juiciosamente sin levantar la voz.
XII.
Mostrar siempre humildad en el corazón
y en el cuerpo, con los ojos clavados en tierra.
El fariseo subió al templo pero no dio culto a
Dios, sino a sí mismo, se puso delante cerca del altar de Dios, pero por su
actitud estaba lejos de aquel que conoce nuestro corazón, oró a Dios dando
gracias, pero su oración no fue escuchada por su falta de humildad, despreció a
sus semejantes y mereció el desprecio de Dios. El publicano en cambio, subió al
templo temeroso por su indignidad, pero por su arrepentimiento las puertas del
corazón y de la misericordia de Dios le fueron abiertas, confesó su pecado,
obtuvo el perdón, subió injusto, pero bajó justificado…
Queridos hermanos: si queremos rendir culto a Dios
debidamente, abandonemos el ropaje de la soberbia, y revistámonos de la
humildad: virtud que roba el corazón a Dios. Imitemos el ejemplo de María
Santísima, la esclava del Señor, que por su humildad fue la criatura que más
agradó al Señor. Siendo grande, se hizo pequeña, y por ello Dios la ensalzó
sobre los cielos con la santidad más eximia. A ella nos encomendamos. Así sea.