martes, 2 de agosto de 2016

LA EUCARISTÍA Y LA FRATERNIDAD CRISTIANA. San Pedro Julian Eymard

 

«No os dejaré huérfanos» (Joann, XIV, 18)

La Imitación de Cristo dice: «Cuando Jesús está presente, todo es bueno y nada se hace difícil; más cuando está ausente, todo es duro» (L. II, cap. VIII).
¿Qué sería de nosotros si el Salvador se hubiese contentado con vivir con nosotros solamente durante su vida mortal?
Esto hubiese sido ya, sin duda, una gran misericordia y habría bastado para merecernos la salvación y la gloria eterna; pero no impediría que fuésemos los más desgraciados de los hombres. ¿Es posible que así sea -dirá alguno- contando con la gracia, la palabra de Jesús, sus ejemplos y las pruebas excesivas de su amor? Sí; con todo eso seríamos los más desdichados de los hombres.
I
Contemplemos una familia agrupada, reunida en torno de su cariñoso padre: es una familia feliz. Más si se le arrebata al jefe, las lágrimas ocupan el lugar de la alegría y de la felicidad; faltando el padre, ya no hay familia.
Ahora bien: Jesús vino al mundo para fundar una familia: «Los hijos estarán contentos -dice el Profeta- alrededor de su mesa como nuevos retoños de olivo». (Ps. CXXVII, 3). Que desaparezca nuestro Jefe y la familia se habrá dispersado.
Sin Nuestro Señor Jesucristo, nosotros nos hallaríamos como los Apóstoles durante la pasión, errantes y sin saber que iba a ser de ellos, y eso que estaban cerca de Jesucristo, y de Él lo habían recibido todo; habían visto sus milagros, acababan de ser testigos de su vida, pero les faltaba el padre y ellos no constituían ya una familia, ni eran entre sí hermanos, sino que cada uno andaba por su lado.
¿Que sociedad puede subsistir sin jefe?
La Eucaristía es, por consiguiente, el lazo de unión de la familia cristiana: quitad la Eucaristía y habrá desaparecido la fraternidad. Los protestantes, que no poseen la Eucaristía ¿han conservado acaso la fraternidad cristiana? No. Ellos son extraños los unos a los otros. Aún cuando se hallen reunidos en sus templos no forman una familia; cada uno es libre para pensar y hablar como le plazca; sus templos no son sino grandes salones. ¿Convidan acaso esos templos a la oración?
Y a los católicos que no frecuentan la Eucaristía, ¿se les puede considerar como hermanos? Propiamente no; en las familia en que padres y los hermanos no comulgan, el espíritu de unión desaparece, la madre viene a ser una mártir y las hermanas son perseguidas. No, no; sin la Eucaristía no hay familia cristiana.
Más luego que Jesucristo reaparece, se reconstituye la familia. Ved la gran familia cristiana, la Iglesia: celebra muchas fiestas, y es fácil comprenderlo; fiestas en honor del padre de familia, en honor de la madre y de los santos, que son nuestros hermanos; y así todas estas fiestas tienen su razón de ser.
¡Bien sabía Jesucristo que mientras durase la familia cristiana, Él había de ser su padre, su centro, su alegría y su felicidad!
Por eso, cuando nos encontramos unos con otros, podemos saludarnos con el título de hermanos, pues acabamos de levantarnos de la misma mesa; así los Apóstoles llamaban instintivamente hermanos suyos a los primeros cristianos.
¡Ah! El demonio sabe también perfectamente que, alejando las almas de la Eucaristía, destruye la familia cristiana y nos volvemos egoístas; no hay más que dos amores; el amor de Dios, o el amor de sí mismo; por fuerza debemos de tener el uno o el otro.
II
En la presencia de Jesucristo encontramos, además, nuestra protección y salvaguardia. Jesús ha dicho: «No hagáis resistencia al agravio: antes, si alguno te hiere en la mejilla derecha, vuélvele también la otra, y al que quiera armarte pleito para quitarte la túnica, alárgale también la capa». (Matth, V, 39-40). Parece que Jesús aquí en la tierra no nos concede como cristianos m{as que un derecho, el derecho a la persecución y a la maldición de los hombres. Pues bien: si se nos quita la Eucaristía, ¿a dónde iremos a pedir la fuerza que necesitamos para practicar tal doctrina? Una vida así no sería soportable. Jesús nos habría condenado a insoportables galeras. ¿Podía Jesús rey abandonar a su pueblo, después de haberse empeñado con él en sangrienta guerra?
Tenemos, es cierto, la esperanza del Cielo. Pero ¡aparece a nuestros ojos tan lejana esta recompensa! ¡Cómo! ¿El los veinte o cuarenta años que tenga que vivir en esta tierra de miserias habré de vivir tan sólo de una esperanza tan remota? Más el corazón tiene necesidad de un consuelo; necesita desahogarse con un amigo. Aunque quiera no podré hallar este amigo en el siglo. ¿A quién iré pues? El que no tiene fe en la Eucaristía responde: “Abandonaré mi religión y abrazaré otra que me deje en completa libertad”. Es lógico: no es posible vivir continuamente penando, sin gozar jamás de consuelo alguno; es imposible vivir sin Jesús.
Id, pues, a buscarle en su Sacramento: Él es vuestro amigo, vuestro guía, vuestro padre. El hijo que acaba de recibir un beso de su madre no es más feliz que el alma fiel que ha estado conversando con Jesús. No comprendo que haya hombres que sufran sin tener una gran devoción a la Eucaristía; sin ella caerían en la desesperación. Y no es extraño, puesto que a San Pablo, dotado de gracias tan extraordinarias, se le hacía la vida pesada y fastidiosa. ¡Oh, si; sin la presencia de Aquél que dice a las pasiones: “No subiréis más alto, no invadiréis la cabeza y el corazón de este hombre”, se cae en la locura! ¡Que bueno es Jesús quedándose perpetuamente en la Eucaristía!
III
Su sola presencia disminuye el poder de los demonios, y les impide dominar como antes de la Encarnación. Por eso, desde la venida del Salvador, es escaso relativamente el número de los posesos; en los países infieles abundan más que en los nuestros, y el reinado del demonio se acrecienta a medida que disminuye la fe en la Eucaristía. Y vuestras tentaciones tan terribles y furiosas algunas veces, ¿no se calman con frecuencia en cuanto entráis en una iglesia y os ponéis en relación con Jesús sacramentado? Entendedlo bien, Él es quien manda en las tempestades.
Jesús está con nosotros; y mientras haya un adorador sobre la tierra, estará con él para protegerle. He aquí la explicación de la vida indeficiente de la Iglesia. ¿Se teme a los enemigos de la Iglesia? Pues es señal que falta la fe. Pero es necesario honrar y servir a nuestro Señor en su sacramento. ¿Qué podría hacer un padre de familia a quien se menospreciase e insultase? Se marcharía del hogar. Guardemos bien a Jesús y nada tenemos que temer.
Si amamos a Jesús en la Eucaristía, si nos arrepentimos de nuestras faltas cuando con ellas le hemos causado alguna pena, no nos abandonará. Lo esencial es que no le abandone yo primero, a fin de que pueda Él siempre decir: “Tengo una casa mía”. Y cuando el fuerte armado custodia la casa, la familia descansa tranquila.