¿QUIEN
ES MI PRÓJIMO?
Homilía
del XII domingo después de Pentecostés
7
de agosto de 2016
¡Bienaventurados los ojos que
ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron
ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo
oyeron.
Por
el bautismo, hemos recibido la fe, don gratuito de Dios por el que tenemos
conocimiento de lo que él ha querido revelarse. El don de la fe nos hace
dichosos: porque vemos los que otros no han podido ver, porque oímos lo que
otros no han podido oír. Somos
bienaventurados ante los hombres del Antiguo Testamento que no tuvieron la
dicha de conocer la plenitud de la revelación. Somos dichosos ante tantos
hombres de nuestro tiempo que no tiene fe y no ha recibido este don.
La
fe nos da conocer a Dios con certeza, el mundo creado y la realidad que nos
rodea; por la fe conocemos también quienes son aquellos semejantes a nosotros y
nos da el conocimiento de nosotros mismos, de nuestro origen y de nuestro
destino.
Por
ello, la fe nos abre los ojos y los oídos. Otorga una nueva forma de ver y de
entender el misterio del hombre y su relación con Dios y con toda la creación.
La
fe no va en contra del hombre, como la gracia no destruye la naturaleza, la fe
tampoco anula la razón humana, todo lo contrario: la libra de su fragilidad y
de sus límites y la eleva al
conocimiento del misterio de Dios Uno y Trino. La fe purifica nuestro entendimiento
para que pueda ver y decidir correctamente.
La
fe es un don inmerecido al que hemos de responder con amor y generosidad. “A quien más se le dio, más se le exigirá.”
La respuesta al don de la fe es adaptar nuestra vida a ese don: apartándonos de
aquellos que nos aleja y nos pone en contradicción con ella (el pecado) y obrando,
pensando, sintiendo conforme a sus enseñanzas. Somos nosotros lo que hemos de
adaptarnos a la objetividad de la fe, no es la fe la que se tiene que hacer a
nuestra medida. Una fe hecha a nuestro capricho sería una idolatría.
«Maestro, ¿qué tengo que hacer
para heredar la vida eterna?».
Es
la pregunta de un maestro de la ley, su intención no es pura. Pregunta para ver
cuál es la respuesta de Jesús. Pero la
pregunta de este maestro es importantísima. Es la pregunta más importante que
el hombre puede hacerse. Es la pregunta que responde a la sed interior de
felicidad y el deseo de eternidad puestos por Dios en nuestros corazones.
Una
pregunta que hemos de hacernos también a nosotros. ¿No la hemos hecho alguna
vez? ¿Se la hemos hecho a Jesús en algún momento? ¿Realmente no importa
“heredar la vida eterna”?
Tristemente,
podríamos repetir la exclamación de san Juan de la Cruz: “¡Oh, almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué
hacéis?, ¿en qué os entretenéis? ¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra
alma; pues para tanta luz estáis ciegos y para tan grandes voces sordos!”
La
gran mayoría de las personas viven ajenas a esta pregunta. La vida presente,
sus ocupaciones y los deseos y necesidades a corto plazo los tienen totalmente
absortos… Incluso nosotros cristianos
podemos a veces vivir tan ciegos y tan sordos a la voz de Dios que nos llama a
la vida eterna.
Jesús
–saliéndose de cualquier interpretación de escuela rabínica de la ley responde
a este hombre refiriéndole a la Escritura: ¿Qué
es lo que lees en la ley? Él
respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y
con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo».
El
Maestro de la ley acierta en su respuesta, va al centro de los preceptos divinos: el amor
de Dios y el amor al prójimo. Pues la
fe, se resumen en el amor. “Quien ama ha cumplido la ley entera.”
Jesús
no inventa una nueva ley, no contradice la antigua, sino simplemente exige su
cumplimiento. El camino para heredar la
vida eterna es cumplir los mandamientos dados por Dios a Moisés en el espíritu
de Jesús; pues el mismo se hace modelo para nosotros pues se encarnó “para
darnos ejemplo de vida.” Jesús con su predicación y su propia vida nos revela
el pleno significado de los mandamientos. No sólo el sentido literal de la
prohibición o del mandato, sino todo lo que encierran en sí mismos en la
comprensión de toda la revelación. “La letra mata, el espíritu vivifica” –decía
el Apóstol Pablo en la epístola. Jesús, Maestro y Salvador de todos los hombres,
atestigua el valor perene y la
universalidad de la ley divina: para todos en todos los lugares y
circunstancias.
Ante
la realidad del propio pecado, podríamos pensar que es imposible cumplir los
mandamientos; pero sí es posible cumplir el Decálogo, pues Dios no puede
exigirnos aquello a lo que no podamos llegar.
Con Jesús, sin el cual no podemos hacer ninguna obra buena, Jesús, nos
hace capaces de ello con el don del Espíritu Santo y de la gracia que recibimos
particularmente en los sacramentos.
Ante
la respuesta acertada del rabino, Jesús le dice y nos dice a nosotros: «Has
respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida.»
¿Y quién es mi prójimo?
El
maestro, respondió bien, conoce cuál es el medio para heredar la vida
eterna. Pero busca justificarse,
excusarse… Como este rabino también nosotros buscamos excusas, justificaciones…
Como nuevos “Caínes” nos preguntamos buscando nuestros pretextos y evasivas:
¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?
Ante
ello, Jesús narra la parábola del Samaritano que tantas veces hemos escuchado y
leído. La conclusión es que EL PRÓJIMO NO ES EL OTRO que está a mi lado, sino
que soy yo el que tengo que hacerme prójimo –próximo- del otro, salir de mi
cerrazón y egoísmo y abrir mi corazón a amar a mis semejantes.
El mandamiento
nuevo es amarnos los unos a los otros como Cristo nos ha amado. La parábola es
un narración de lo que Dios ha hecho por nosotros. El hombre herido es la
humanidad arrojada al borde del camino, agonizante por el pecado. Jesús es el
buen samaritano, que se aproxima a nosotros, que se mueve a compasión, que cura
las heridas, lo carga sobre sus hombres, y le ofrece la salud, la salvación.
Como Jesús
también nosotros estamos llamados a amar al prójimo; aproximarnos a él. No
vivir en nuestra fanal o burbuja de comodidad y bienestar. Una aproximarnos
para hacer el bien, para amar: con obras de misericordia corporales y
espirituales.
Una caridad hacia
el prójimo que ha de ser verdadero amor: el deseo de bien del amado; incluso
del prójimo que nos molesta, que no ha hecho daño, que no nos cae bien o que
nos es indiferentes…
A María Santísima
Madre del Amor hermoso le pedimos que nos enseñe a ser buenos samaritanos en
este mundo insolidario y cada vez más egoísta. Que no pasemos de largo ante el
hermano que sufre. Que seamos capaces de superar nuestras “fobias” en el trato
fraterno en nuestra familia y en donde desarrollamos los diferentes ámbitos de
nuestra vida.
A María Santísima
le pedimos que nos enseñe a ver con los ojos de la fe el rostro de nuestros
semejantes como verdaderos hermanos y que los tratemos como tales. A ella, le
pedimos que nos abra los oídos de la fe para que poder escuchar la queja de
aquellos que están al borde del camino, malheridos, despreciados por las
personas importantes de este mundo.
La caridad siempre es una asignatura pendiente
en la que hemos y podemos mejorar. Siempre se puede amar más y mejor. Así lo pedimos.