JUEVES
DE PASCUA
31
de marzo de 2016
Primer
día del triduo de la Divina Misericordia
Queridos hermanos:
En medio del gozo y la alegría que trae
consigo la celebración de la Resurrección del Señor sobre el pecado y la
muerte, comenzamos este triduo preparatorio para la fiesta de la Divina
Misericordia. Triduo que ha de ser una preparación en la oración y la meditación
para celebrar esta fiesta querida e instituida por el mismo Jesús a través de
sus revelaciones privadas a la religiosa polaca Santa Faustina Kovalska y que
la Iglesia en la persona de S.S. San Juan Pablo II introdujo en el calendario
litúrgico. Triduo y fiesta que en este año jubilar extraordinario que el Papa
Francisco ha tenido a bien convocar hemos de esforzarnos de vivir intensamente
para recibir la gracias que el Señor en su misericordia está deseoso de
derramar sobre el mundo, sobre nuestra patria, sobre nuestras familias y sobre
nosotros mismos.
Así lo dice Jesús a Santa Faustina: “Deseo
que los sacerdotes proclamen esta gran misericordia que tengo a las almas
pecadoras. Que el pecador no tenga miedo de acercase a Mí. Me queman las llamas
de la misericordia, deseo derramarlas sobre las almas.”
El Señor está ansioso de derramar sobre
el mundo los infinitos tesoros de su misericordia, su corazón se abrasa en
llamas de amor por aquellos por los que ha dado su vida... Pero, ¿queremos
nosotros dejarnos amar por él? ¿Quiere el hombre de hoy recibir el perdón y la
misericordia de Dios? ¡Cuántas veces
nuestro corazón pervertido se endurece ante la bondad de Dios! ¡Cuántas veces
cómo ciego que no quiere ver y sordo que no quiere oír el hombre de hoy vive
ignorando a Dios!
Tomando las palabras de San Pablo
podemos decir de nuestro mundo que: “Aunque conocen a Dios, no le honran como a
Dios ni le dan gracias, sino que se hacen vanos en sus razonamientos y su necio
corazón se llena de tinieblas. Profesan ser sabios, pero se vuelven necios, (…)
porque cambian la verdad de Dios por la mentira, y adoran y sirven a la
criatura en lugar del Creador, quien es bendito por los siglos.” (Cfr Rom 1, 21
ss)
Y en cambio, el hombre está necesitado
de Dios, de su misericordia. Su alma sedienta de alguien o de algo que la pueda
llenar antes o después reclama a su Creador, el único que puede calmar sus sed,
el único que puede responder a sus deseos, el único que puede satisfacer el
corazón del hombre.
El eunuco a quién Felipe anuncia a
Jesucristo y bautiza es imagen del hombre sediento de la Verdad, del hombre que
busca –aun en su inconsciencia- a Dios. Este eunuco lee la Escritura. Su
lectura pone de manifiesto su ansia de búsqueda. Servidor de la reina, viviendo
en la corte, en medio de comodidades y regalos, se siente vacío y necesita algo
más que llene su existencia, que dé sentido a su vida. Su misma curiosidad
intelectual que le lleva a leer los escritos sagrados del pueblo de Israel será
el inicio de encuentro con el Dios revelado en Jesucristo. Busca una palabra de
vida, busca una palabra de verdad, busca una palabra de salvación. Y he aquí la
misericordia del Señor: el Verbo de Dios saldrá a su encuentro. He aquí la
bondad infinita de Dios que se acerca a través de su servidor y el eunuco llega
a la fe, confiesa a Jesucristo verdadero Hijo de Dios y es bautizado.
Como aquel hombre, nosotros estamos
llamados a confesar a Jesucristo, verdadero Hijo de Dios. Es cierto, hemos sido
bautizados, pero muchas veces la gracia bautismal queda inerte en nosotros por
nuestra falta de correspondencia. Es semilla verdadera de vida eterna sembrada
por el Sembrador pero como en la parábola queda infecunda en nosotros. Nuestros
padres confesaron a Jesucristo en nuestro bautismo, pero es cada uno en su hoy
quien debe confesar a Cristo Hijo de Dios. Lo hemos hecho solemnemente en la
noche de pascua y hemos de hacerlo cada día. “Si confiesas con tu boca a Jesús
por Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos,
serás salvo”, (Rom 10, 9) tendrás la vida eterna, hallarás la felicidad, tu sed
será saciada.
Además, el episodio del eunuco etíope que
recibe el bautismo, ha de hacernos caer en la cuenta de la gracia, de la gran
misericordia que el Señor ha tenido con nosotros al llamarnos a la fe y al
concedernos ser bautizados. Dar gracias al Señor, porque no perteneciendo al
pueblo elegido, hemos sido llamados a formar parte de su Iglesia, pueblo santo
y sacerdotal, familia de Dios.
Misericordia de Dios para con nosotros
que se renueva cada día con más gracias y dones, con más pruebas de su amor… Pruebas
palpables de su misericordia en su providencia diaria del mundo y en la vida de
cada hombre y mujer… Pruebas palpables como su entrega diaria en nuestros
altares donde el renueva su sacrificio por nosotros y se queda presente en el
Santísimo Sacramento… prueba palpable y que experimentamos cuando arrepentidos
acudimos al Sacramento de la Confesión y somos absueltos de nuestros delitos.
El Evangelio de este día nos muestra
como hemos de responder a esa misericordia con la que Dios nos ama. María
Magdalena es prototipo del alma que ante su pecado experimenta la misericordia
del Señor y viéndose agraciada de forma inmerecida responde con amor a aquel
que la amó primero y que tuvo misericordia de ella. Su estar al pie de la cruz
y ahora ante el sepulcro vacío, manifiesta sus vivos deseos de ver y
encontrarse con el Maestro. Sus lágrimas y su perseverancia serán nuevamente ocasión
de nuevas misericordias. Ella, que antes había sido pecadora pública, es
agraciada antes que los mismos discípulos con la aparición de Jesús Resucitado.
María reconoce al Maestro al ser
llamada por su nombre. “Jesús le dice:
«¡María!». Ella se vuelve y le dice: «¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!».”
El amor de Dios hacia cada uno de nosotros, no es un amor global, masificado,
general… para Dios no somos números, ni parte de una masa… Dios nos ama a cada
uno con amor único y personal. El Dios que “cuenta el número de las estrellas,
y a cada una la llama por su nombre”, conoce a cada uno de sus hijos los hombres
y nos llama también por nuestro nombre,
pues “antes de ser formados en el seno materno, ya nos conocía, y antes
de nacer, ya nos había consagrado.” Con el salmista podemos decir: “Tus ojos
vieron mi embrión, y en tu libro se escribieron todos los días que me fueron
dados, cuando no existía ni uno solo de ellos.” Jesús llama a María por su
nombre porque él es “el buen pastor de quien las ovejas oyen su voz; él las
llama por nombre y las ovejas lo siguen porque conocen su voz.”
La sed, la búsqueda, el encuentro, la
admiración, el amor, el agradecimiento es la experiencia de fe de santa
Faustina con Jesús Misericordioso. Escuchemos
esta oración de su diario y hagámosla nuestra para que también nosotros lleguemos al
gozo del encuentro con Jesús Resucitado:
‘Oh, mi Jesús, Tu eres la vida de mi
vida, Tu sabes bien que lo único que deseo es la gloria de Tu nombre y que las
almas conozcan Tu bondad. ¿Por qué las almas Te evitan, oh Jesús?, no lo
entiendo. Oh si pudiera dividir mi corazón en partículas mínimas y ofrecerte,
oh Jesús, cada partícula como un corazón entero para compensarte, aunque
parcialmente, por los corazones que no Te aman. Te amo, Jesús, con cada gota de
mi sangre y la derramaría voluntariamente por Ti para darte la prueba de mi
amor sincero. Oh Dios, cuanto más Te conozco tanto menos Te puedo entender,
pero esa incapacidad de comprenderte me permite conocer lo grande que eres, oh
Dios. Y esa incapacidad de comprenderte incendia mi corazón hacia Ti como una
nueva llama, oh Señor. Desde el momento en que permitiste, oh Jesús, sumergir
la mirada de mi alma en Ti, descanso y no deseo nada más. He encontrado mi
destino en el momento en que mi alma se sumergió en Ti, en el único objeto de
mi amor. Todo es nada en comparación Contigo. Los sufrimientos, las
contrariedades, las humillaciones, los fracasos, las sospechas que enfrento,
son espinas que incendian mi amor hacia Ti, Jesús. Locos e irrealizables son
mis anhelos.