XXI domingo después de Pentecostés
Comentario al Evangelio
Dom Próspero Gueranger
SENTIDO DE LA PARÁBOLA. — En realidad, todos nosotros somos ese servidor negligente e insolvente deudor, que su amo tiene derecho a vender con todo lo que posee y entregarle a los verdugos. La deuda que hemos contraído con su Majestad por nuestras faltas, es de tal naturaleza, que requiere en toda justicia tormentos sin fin y supone un infierno eterno, donde, pagando continuamente el hombre, jamás satisface la deuda. ¡Alabanza, pues, y reconocimiento infinito al divino acreedor! Compadecido por los ruegos del desgraciado que le pide un poco más de tiempo para pagar, el amo va más allá de su petición y al momento le perdona toda la deuda, pero poniéndole con justicia una condición, según lo demuestra lo que sigue. La condición fué la de que obrase con sus compañeros de igual modo que su amo había hecho con él. Tratado tan generosamente por su Rey y Señor, y perdonada gratuitamente una deuda infinita, ¿podría rechazar él, viniendo de un igual, el ruego que a él le salvó y mostrarse despiadado con obligaciones que tuviesen para con él?
“Ciertamente, dice San Agustín, todo hombre tiene por deudor a su hermano; porque ¿qué hombre hay que no haya sido nunca ofendido por nadie? Pero, ¿qué hombre existe también que no sea deudor de Dios, puesto que todos pecaron? El hombre es, pues, a la vez, deudor de Dios y acreedor de su hermano. Por eso, Dios justo te ha dado esta orden: obrar con tu deudor como él hace con el suyo… Todos los días rezamos, y todos los días hacemos subir la misma súplica hasta los oídos divinos, y todos los días también nos prosternamos para decir: Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. ¿De qué deudas hablas tú, de todas tus deudas o solamente de una parte de ellas? Dirás: De todas. Luego perdona tú todo a tu deudor, dado que ésa es la regla puesta y la condición aceptada”‘.
PERDONAR PARA SER PERDONADO. — “Es más grande, dice San Juan Crisóstomo, perdonar al prójimo sus agravios para con nosotros que una deuda de dinero; pues, perdonándole sus faltas, imitamos a Dios”. Y ¿qué es, visto bien todo, la injusticia del hombre con otro hombre si se compara con la ofensa del hombre para con Dios? Mas ¡ay!, ésta nos es familiar: el justo lo experimenta siete veces al día; más o menos, pues, llena nuestro diario vivir. Muévanos siquiera a ser misericordiosos con los demás, la seguridad de ser perdonados todas las tardes con la sola condición de retractar nuestras miserias. Es costumbre laudable la de no acostarse si no es para quedarse dormido en los brazos de Dios, como el niño de un día; pero, si sentimos la necesidad santa de no encontrar al fin del día en el corazón del Padre que está en los cielos, más que el olvido de nuestras faltas y un amor infinito, ¿cómo pretender a la vez conservar en nuestro corazón molestos recuerdos o rencores pequeños o grandes, contra nuestros hermanos, que son también hijos suyos? Ni siquiera en el caso de haber sido objeto de violencias injustas, o de injurias tremendas, se podrán comparar nunca sus faltas contra nosotros con nuestros atentados a este bondadosísimo Dios, de quien ya nacimos enemigos y a quien hemos causado la muerte. Imposible encontrar un caso en que no se pueda aplicar la regla del Apóstol: Sed misericordiosos, perdonaos mutuamente como Dios os ha perdonado en Cristo; sed los imitadores de Dios como sus hijos carísimos” Llamas a Dios Padre tuyo y ¡no olvidas una injuria! “Eso no lo hace un hijo de Dios”, sigue diciendo admirablemente San Juan Crisóstomo; “la obra de un hijo de Dios consiste en perdonar a sus enemigos, rogar por los que le mortifican, dar su sangre por los que le odian. He aquí lo que es digno de un hijo de Dios; hacer hermanos suyos y sus coherederos a los enemigos, a los ingratos, a los ladrones, a los desvergonzados, a los traidores”.