Domingo
de Quincuagésima
7
de febrero de 2016
Queridos
hermanos:
Una
mirada a nuestro momento histórico constata la oposición que se está creando
entre Dios y el mundo. Un mundo que se aleja de Dios. Un mundo que avanza a un
ritmo cada vez más vertiginoso hacia el sinsentido. Un mundo que promueve en
todos los ámbitos de la sociedad la exaltación de las pasiones más bajas de
hombre. Pasiones que no hacen al hombre más humano, sino más animal e
irracional. Un mundo que se opone a Dios, que lo niega y llega a la blasfemia y
a la burla, al odio hacia todo lo religioso, hacia todo que lleve el nombre de
Cristo. ¿No es esto lo que se comprueba en estos días de carnaval? ¿No es esto
lo que nuestros jóvenes y nuestros niños reciben de los medios de comunicación
y del ambiente social? ¿No es esto lo que nos encontramos en nuestra familia, en
nuestro lugar de trabajo y en la relación con nuestros amigos?
“Hermanos, no os maravilléis si el
mundo os odia.” (1 Jn 3, 13)
exhorta el apóstol san Juan a los cristianos. No os maravilléis si el mundo os odia,
porque a quien odian es a Jesucristo porque “él da testimonio de que sus
acciones son malas.” (Cfr. Jn 7, 7)
Sólo reconociendo
a Dios, creador y señor de todas las cosas, es como el mundo y cada hombre en
particular encuentran el sentido de su existencia, la plenitud que ansían.
A este
reconocimiento y adoración nos invita la Santa Madre Iglesia a través de la
sagrada liturgia; a acercarnos al Señor y adorarlo pues él es la fuente de
misericordia, de gozo, de alegría y felicidad. Por eso el tracto de la santa
misa de hoy, tomando las palabras del salmo 99 nos exhortará: “Aclama al Señor, tierra entera, servid al
Señor con alegría, entrad en su presencia con aclamaciones. Sabed que el Señor
es Dios: que él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño.”
Con esta actitud,
hemos de escuchar al Señor que en el Evangelio de hoy nos dice: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén.”
En este domingo
previo al inicio de la Santa Cuaresma que comenzaremos el miércoles con la
imposición de la ceniza, el ayuno y la abstinencia; escuchamos la voz de Cristo
que nos dice: “Mirad, estamos subiendo a
Jerusalén y se cumplirá en el Hijo del hombre todo lo escrito por los profetas,
pues será entregado a los gentiles y será escarnecido, insultado y escupido, y
después de azotarlo lo matarán, y al tercer día resucitará”
La vida cristiana
es “sequela Christi” –seguimiento de Cristo-. Un seguimiento que implica
imitación, pero sobre todo participación en su misma vida: una vida que Cristo
vive en obediencia al Padre dando su vida por amor en la cruz.
“Mirad
que subimos a Jerusalén” es la invitación de Jesús a sus discípulos a
participar de su pasión y muerte, para poder gozar con él de la gloria de la
resurrección. “Mirad que subimos a
Jerusalén” es la invitación a vivir la santa cuaresma como llamada a
renovar nuestra condición de bautizados, como llamada a la conversión, como
llamada a la penitencia.
Por el santo
Bautismo, hemos sido incorporados a Cristo. Estamos llamados a participar de su muerte y resurrección. Una
participación que no se realiza en un momento concreto de nuestra historia
vital, sino que comenzando en el Bautismo se va realizando a través de toda
nuestra vida hasta el momento de nuestra muerte.
Esta participación
en Cristo -este seguimiento del Maestro en su subida a Jerusalén- es lo que
llamamos el combate espiritual: la muerte al hombre viejo y la vida según el
hombre nuevo “Cristo”. Combate que implica lucha y resistencia contra los
enemigos de nuestra salvación: demonio, mundo y carne. Combate que requiere la
ayuda de la gracia que nos viene por los sacramentos. Combate que requiere el
esfuerzo por nuestra parte de luchar para “recibir
la corona que no se marchita”, pero que se apoya no en nuestras fuerzas
sino en la fuerza y poder de Jesucristo…
El cristiano que
ha entendido esto, hace suya la experiencia del apóstol san Pablo: “Afligidos en todo, pero no agobiados; perplejos,
pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no
destruidos; llevando siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús,
para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.” 2Cor 4,
8-10
Fijémonos ahora en
ese ciego del camino que es curado por Jesucristo.
Ese ciego es
imagen de los discípulos que no comprendieron las palabras de Jesús sobre su
destino. Ceguera de los discípulos que llegará hasta la traición por parte de
Judas. Ceguera de los discípulos que llegará a la triple negación de Pedro
mientras Jesús estaba siendo juzgado injustamente. Ceguera de los demás
discípulos que por el miedo huyeron y abandonaron a aquel que es el camino, la
verdad y la vida. Será tras la
resurrección con el don del Espíritu Santo en Pentecostés cuando esos discípulos
reciban nuevamente la vista: unos nuevos ojos alumbrados por la fe para
reconocer a Cristo como el Hijo de David que ha muerto para tener compasión de
nosotros.
Ese ciego también
es imagen del hombre de hoy y de nosotros mismos. Ciegos para reconocer la
huella del Creador y su presencia en el mundo. Ciegos para ver el amor de
Cristo manifestado en la cruz. Ciegos para ver en la Iglesia el medio querido
por Jesús para darnos la salvación. Ciegos también nosotros, queridos hermanos,
para descubrir la presencia de Dios y su voluntad sobre todo cuando pasa por
medio de la prueba, el sufrimiento, la dificultad o la enfermedad.
Aquel ciego del
camino era consciente de su ceguera. Y al oír a la muchedumbre y saber que
aquel alboroto era porque pasaba Jesús Nazareno supo rápidamente acudir a Aquel
que podía curarlo: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí.” “Señor, que
recobre la vista.”
El drama es que
muchos de nuestro contemporáneos son ciegos y creen que tiene vista. Nuestro
propio drama puede también ser que estando ciegos, pensemos que tenemos una
vista de lince.
La Cuaresma que
vamos a comenzar ha de ayudarnos a entrar en nosotros mismos, a ver nuestra
vida delante de Dios, a considerar como está nuestra visión. La oración del
ciego ha de ser también la nuestra: “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí”,
“Señor, que recobre la vista,”; y no lo hemos de pedir tan solo para nosotros
sino también para nuestros hermanos.
Así, como aquel
ciego podremos ver con nuevos ojos, podremos seguir a Jesús y lo glorificaremos
debidamente. Así, también como el único discípulo que permaneció al pie de la
Cruz mientras Jesús entregaba su vida podremos decir también nosotros al
recibir la gracia y la misericordia que brotan del costado abierto del
Salvador: “El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe
que dice verdad, para que vosotros también creáis.” Jn 19, 35