Homilía
de maitines
I
DOMINGO DE CUARESMA
Forma
Extraordinaria del Rito Romano
Homilía
de San Gregorio Papa.
Algunos se pregunta cuál fue el
espíritu que condujo al Señor al desierto. Y la razón que les mantiene perplejo
es lo que luego el santo Evangelio dice: “Llevóle el diablo a la santa ciudad”;
y después de esto: “le subió a un monte muy alto”. Pero la opinión más
razonable, la que puede seguirse, con toda verdad y sin duda alguna, es la que
cree que fue conducido al desierto por el Espíritu Santo, a fin de que allí le
condujera su Espíritu en donde le pudiese hallar el espíritu maligno para tentarle.
Mas, he aquí que cuando, se dice que Dios Hombre fue llevado por el diablo a la
ciudad santa, o subido a una montaña muy elevada, la mente se rehúsa a creerlo
y los oídos humanos se espantan al escucharlo. Reconoceremos, no obstante, que
no es increíble, si pensamos en tantas otras cosas que en él se cumplieron.
Ciertamente el diablo es el
príncipe de todos los malvados, y miembros de esta cabeza son los impíos
(malvado). ¿Acaso Pilatos no fue miembro del diablo, y los Judíos que
persiguieron a Cristo, y los soldados que le crucificaron, fueron también
miembros del diablo? ¿Qué tiene, por lo mismo, de extraño que permitiese que el
demonio le condujera a un monte, si después había de permitir que sus secuaces
le crucificaran? No es indigno de nuestro Redentor el que quisiera ser tentado,
toda vez que había venido para ser crucificado. Por el contrario, era muy justo
que con sus tentaciones venciese nuestras tentaciones, así como había venido
para triunfar de nuestra muerte con su propia muerte.
Mas conviene advertir que
la tentación obra de tres modos: por la sugestión (obsesionado-una idea fija y
molesta); la delectación (siento placer) y el consentimiento (quiero pecar).
Nosotros, cuando somos tentados, generalmente nos dejamos arrastrar hasta la delectación,
o lo que es más hasta el consentimiento. Y eso tiene lugar, porque formados de
carne pecadora, llevamos en nosotros mismos el enemigo contra el cual hemos de
luchar. Mas Dios, habiéndose encarnado en el seno de la Virgen, vino al mundo
sin pecado, y por lo mismo no tenía en sí mismo principio alguno que le
obligase a la lucha. Por lo mismo pudo ser tentado por sugestión, pero su alma
no pudo ser manchada por la delectación. De consiguiente toda aquella tentación
diabólica fue exterior, no interior.