05 DE DICIEMBRE
SAN SABAS
ABAD DE PALESTINA (439-532)
EL año 511, comisionado por el Patriarca de Jerusalén, Salustio, llegaba a Constantinopla el abad Sabas, anciano de setenta y tres años, con ánimo dé reducir a mejores intenciones al herético emperador Anastasio. Su carta credencial daba comienzo con esta; palabras: «Os enviamos a los más ilustres servidores de Dios, superiores de todo el desierto, y con ellos al venerable Sabas, luz de toda Palestina». Elogio con el que coincide el Martirologio Romano, al decirnos que «resplandeció. con el ejemplo de maravillosa santidad y trabajó con tesón por la fe católica contra los enemigos del santo Concilio de Calcedonia». Los orientales le dan los nombres de «Teóforo», y «el Santificado», «Estrella del desierto», «Ciudadano de Jerusalén» y «Patriarca de los monjes». Son los sellos que singularizan y dan relieve potísimo a la Vida docta y austera, orlada de excelsas virtudes y prodigios, de este astro de la espiritualidad monástica, cuya historia, escrita primeramente por su discípulo Cirilo de Escitópolis, ha llegado a nosotros bastante mixtificada, a través de Baronio, Metafrastes, Maroni, Croisset y otros autores orientales y occidentales.
Vio Sabas la luz primera en
Mutalasca, cerca de Cesarea de Capadocia, el año 439. Obligada su familia a
mudar de residencia —su padre era oficial del ejército—, quedó el niño bajo la
tutela de un tío suyo, que lo trató con crueldad. El pequeño no pudo soportar
aquella tiranía y fue a cobijarse al amparo de otro de sus tíos. Esto enconó
los ánimos entre ambos deudos, en cuyos corazones brotó pronto la envidia,
alimentada por la codicia de los bienes del pupilo. Sabas, sobre cuya alma se
había posado misericordiosamente la mano de Dios trasformando la raíz de sus
sentimientos, descubrió con horror la planta venenosa del egoísmo humano y
decidió aislarse de la sociedad. Para ello, huyó secretamente de casa y se
encerró en el monasterio de Flaviano, donde fue durante diez años modelo de monjes por su penitencia, oración
y disciplina, y Dios le manifestó su favor sacándole ileso de un horno en
llamas. Como para todas las grandes almas y loé corazones ardientes, Jerusalén
fue también para Sabas meta radiosa, pues a su gran deseo de visitar los Santos
Lugares se unía el de conocer la vida de los penitentes en Palestina. Hizo esta
peregrinación a los veinte años, e influyó decisivamente en su futuro. Primero
practicó durante algún tiempo la regla asperísima de San Pasarión en un
convento de la Ciudad Santa. Luego se retiró al desierto de Judá y se puso bajo
la dirección de San Eutimio, gran paladín de la ortodoxia. Por consejo del
propio archimandrita pasó, más tarde, al monasterio de San Teoctisto. Una vez,
un monje tuvo que trasladarse a Alejandría. El Abad designó a Sabas para
acompañarle. En la gran Ciudad le esperaba una prueba tremenda. La Providencia
quiso que se topase con sus padres, los cuales trataron inútilmente de
disuadirle a que abandonase aquel género de vida, indigno de él y de ellos,
poniéndole ante los ojos un porvenir fascinador. La respuesta del joven fue
admirable: «Si los príncipes de la tierra castigan severamente a los desertores
de su servicio, ¿qué puedo esperar yo del Rey del Cielo si abandono sus filas?
Jamás le traicionaré».
Sabas volvió a Palestina, al
lado de su maestro San Eutimio. Al morir éste —473—, se estableció en una cima
del Torrente Cedrón, que ahora lleva su nombre. Aún se venera aquella caverna
que le sirvió de morada — compartida con un león— y que santificó durante medio
siglo de trabajo agobiante, de ayuno extenuador, de oración perenne y
milagrosa. Era un paraje agreste y calcinado, casi inaccesible, de una soledad
acongojada. Allí el alma no podía asomarse a las ventanas de los ojos sin
sentir escalofrío y tristeza, y optó por mirar siempre a las alturas. En
aquella roca imponente — donde todavía están los descendientes del Santo, los monjes
basilios — surgió en 478 la famosa Laura o monasterio de celdas aisladas
—hoy Mar-Saba—, que parecía estar suspendida del abismo.
El nombre del Fundador se hizo pronto célebre. Llovieron las limosnas y los
discípulos. Se multiplicaron las lauras, alguna de las cuales llegó a contar
más de ciento cincuenta celdas. El año 492, el Patriarca de Jerusalén le obligó
a ordenarse de sacerdote y le nombró archimandrita o abad de todos los eremitas
de su diócesis. Aunque por los jirones de su manto salían rayos de luz divina,
no se vio libre de intrigas, y durante algún tiempo hubo de desterrarse al
desierto de Escitópolis por amor a la paz.
La última faceta de su actividad humana tuvo un relieve notorio y una importancia trascendental. Dos veces defendió valientemente la fe católica en Constantinopla y una en Jerusalén frente a los eutiquianos y nestorianos, y ante los mismos emperadores. «No sufriremos que se añada una tilde a los decretos de los trescientos dieciocho Padres de Nicea ni a las decisiones de los otros tres Concilios». Y sus diez mil monjes gritaron en las calles de la Ciudad Santa el triple y formidable anatema: «Anatema a Eutiques, anatema a Nestorio, anatema a los herejes».
San Sabas tuvo el consuelo de volver a morir a su amada Laura, donde fue asistido en los postreros momentos por el propio Patriarca. Dios honró su sepulcro con muchos milagros, y su culto se extendió rápidamente. Sus reliquias son veneradas en Venecia.