02 DE DICIEMBRE
BEATO JUAN RUISBROQUIO
CANÓNIGO REGULAR (1293-1381)
HENOS hoy ante un retablo puro y sencillo, sublime y
excelso. Juan Ruisbroquio, el Doctor Admirable, desde el valle oscuro de
un vivir callado, anodino, hasta la cumbre iluminada a que lo arrebató el
espíritu de Dios, señala, acaso, el punto más alto del misticismo en el siglo XIV.
Un discípulo suyo —Dionisio el Cartujano— lo consideraba como «el mayor
explorador de la luz divina, después del Areopagita». «La autoridad de
Ruisbroquio —decía— es la de aquel a quien el divino Espíritu revela sus
secretos». La lista de sus seguidores daría una
idea bastante exacta de su
fama e influencia. En él se inspiraron, entre otros, Juan de Sconhoven, Enrique
Maude, Gerlack Péters, Enrique Harfio, el famoso dominico Juan Taulero y el
incomparable autor de la Imitación de Cristo, Tomás de Kempis. Otra
lista, la de sus maravillosos libros, escritos para dar salida a una llama que
le abrasaba el pecho, dice mucho de la poesía, originalidad y sublimidad de este
magisterio. Hela aquí, con sus títulos casi modernistas: Reino de las almas
amantes, Ornamento de las bodas espirituales, La piedrecita, Las siete
clausuras, Espejo de la belleza eterna, El Libro de los siete grados de
salutación del amor místico, El Libro de las retractaciones, Las doce beguinas.
Tanta grandeza y excelsitud sólo puede equipararse con su humildad desprecio de sí mismo. Por tener, Juan no tiene ni apellido, pues Ruisbroquio es el nombre del pueblecito flamenco que le dio cuna en 1293. Todo en su vida es pequeño, manso, amable, contrastado con el plano sobrenatural en que aletea su espíritu. Alterna con los ángeles sin olvidarse de los hombres. Envuelto en divinos esplendores, no pierde nunca el contacto con las miserias humanas, a las que abre, compasivo, sus ojos y sus manos. Las mismas avecillas del cielo suscitan su compasión y se preocupa por ellas con espíritu verdaderamente franciscano. Los cronistas no registran otros milagros que los de sus éxtasis y visiones, los de sus obras, y el de su equilibrio inefable entre lo humano y lo divino.
Sencilla nomenclatura la de
su biografía; tres etapas con denominador común. Infancia anónima en el
ambiente de una familia cristiana y pobre. Juventud sacerdotal anónima y
sacrificada. Vejez anónima del fraile que pasa sus horas en el silencio y la
oración, más atento ya a las mociones interiores que a los ruidos de las
criaturas. De no haberle traicionado sus libros, nadie conocería hoy el nombre Juan Ruisbroquio, que no
subió a los altares hasta el año 1890.
En Bruselas, un tío suyo, Juan Hinckaert —canónigo de Santa Gúdula— lo inicia en los estudios sacerdotales. Canta misa a los veinticuatro años. Durante veintiséis desempeña un oscuro y eficaz ministerio como capellán. En este período hay que colocar la redacción de sus primeros libros y el comienzo de su lucha contra la secta de los «Hermanos del Libre Espíritu», dirigida a la sazón por una pobre alucinada —Blomardina— que predica y defiende una peligrosa libertad espiritual, cuyo principio fundamental es éste: «El perfecto está exento de toda ley moral». «Creo —escribe el Santo— que son pocos los quietistas, pero los considero como a los hombres más peligrosos e incurables». Él logrará confundirlos y relegarlos al olvido.
Las almas superiores buscan la paz. Ruisbroquio y los
canónigos Cudenberga e Hinckaert —tres amigos y tres santos— se pusieron un día
de acuerdo para retirarse del mundanal ruido. La mansión de sus ensueños la
hallaron en un vallecito encantado que bautizaron con el poético nombre de
Groenendael o Valle Verde. Ruisbroquio no lo abandonaría hasta su muerte. En
1343 nacía de esta santa semilla el priorato del mismo nombre, que en el 49 era
ya una floreciente comunidad religiosa, regida por las constituciones de los
Canónigos Regulares de San Agustín. Por espacio de muchos años, Juan procuró
mantenerse en un segundo plano muy modesto, consagrado totalmente a la oración
y a escribir páginas de fuego —«infantiles balbuceos», decía él— sobre cosas
inefables, que fueron pronto la admiración de todos los doctores. Al fin de su
vida lo nombraron Prior. Pero el extático siguió siendo el mismo, con sus
místicas ascensiones y amorosos desfallecimientos, que lo derribaban con
frecuencia al pie del altar. Una vez, estando en el bosque, fue visto envuelto
en un globo de fuego. «Es más fácil para mí —solía decir— levantar el alma a mi
Dios que la mano a mi cabeza». Esta intimidad con lo divino le inspiró páginas
de elevado misticismo, incomprensibles para los no iniciados en 12 vida
contemplativa. «Si carecéis de experiencia personal, os será difícil
comprenderme». Ruisbroquio se hizo famoso en los Países Bajos, porque no pudo
ocultar aquella sabiduría no aprendida que le brotaba del alma. Poco después de
su muerte —ocurrida el 2 de diciembre de 1381—, uno de sus más grandes
admiradores, Gerardo Groot, escribía a los monjes de Vauvert estas palabras que
pudieron servirle de epitafio: «Encomendadme, os ruego, al Padre Ruisbroquio.
No he encontrado en la tierra objeto digno de mayor amor y reverencia. Mi alma
está unida a la suya. Él es quien me ha enseñado la vida. De él he aprendido la
prudencia y el discernimiento de las cosas divinas. ¡Oh, si yo pudiese llegar a
ser en el tiempo y en la eternidad el escabel de sus pies!».