YO SOY LA MADRE DEL AMOR HERMOSO
Homilía del Primer sábado de mes, diciembre 2016
“Yo soy la madre del amor hermoso” Eclo
24, 18. Estas palabras tomadas de la
Escritura y puestas en los labios de la Virgen María nos declaran su
grandeza y excelencia.
La Virgen María es
Madre de Dios: ella concibe por obra del Espíritu Santo al Verbo eterno que en
sus entrañas se hace carne, se hace hombre. Se cumple así la promesa de la
señal anunciada por Isaías al rey Ajaz: Mirad, la virgen está encinta y dará a
luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel. (Is 7, 14) Siendo Virgen
concibe, sin perder su virginidad.
María es grande y
proclamada dichosa por todas las generaciones porque en ella Dios realizó algo
impensable para la inteligencia humana y
que supera eminentemente toda expectativa: Dios mismo, en la segunda persona de
la Trinidad, el Hijo eterno del Padre, se hace hombre.
María es verdadera
Madre de Dios porque de ella recibe la humanidad el Verbo eterno. Es Madre verdadera
en cuanto su humanidad; el Adn de Jesús es el de María, su sangre es la sangre
de María, sus rasgos son los rasgos de María. El Hijo de Dios es verdaderamente
hijo de María.
Ella es verdadera
Madre de Dios porque Jesús -verdadero hombre que nació de ella- es también
verdadero Dios, pero una sola persona. Es cierto, María no es Madre de Dios en
cuanto que ella sea antes que Dios, ella no es madre en cuanto la divinidad,
pero es Madre de Aquel que es Dios y hombre en una sola persona, al mismo
tiempo. Por eso, porque Jesús es una sola persona, el título de Madre de Dios
le pertenece a la Virgen. Así lo cree la Iglesia y así lo proclama.
La Iglesia y cada
uno de nosotros, hemos de repetir la alabanza de aquella mujer de la multitud
que asombrada ante la presencia y el poder de Jesús proclama “Bendito el
vientre que te llevó y los pechos que te criaron.” Sí, bendita la Virgen porque
aquel a quien el universo entero no puede contener, se encerró en el seno
purísimo de Nuestra Señora. Sí, Bendita la Virgen María porque aquel que es
creador de todas las cosas y dador de todos los bienes que no padece necesidad
alguna, quiso ser alimentado por su criatura. Sí, Bendita la Virgen, porque sus
entrañas llevaron al Hijo Eterno de Dios y a sus pechos recibió el alimento.
Pero consideremos la
reacción de Jesús ante aquellas palabras. Jesús responde: Mejor, dichosos los
que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen.
La Virgen,
bienaventurada por engendrar a Cristo y ser su Madre, es todavía mayor y más
excelente. Ella es bienaventurada porque escuchó la Palabra de Dios y la
cumplió. “Más bienaventurada es María al recibir a
Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo" –exclama San
Agustín.
Podemos decir que la
concepción de Jesús en el seno de la Virgen es consecuencia de haberlo engendrado
antes en su corazón, de haberlo engendrado por la fe.
María es Madre de la
humanidad de Cristo. Un privilegio que solo ha tenido ella. Sólo una mujer,
ella la Inmaculada, fue elegida entre todas las mujeres de la historia, para
ser Madre de Dios. Por ello, la figura
de la Virgen es única en la historia. Por ello, su prima Isabel la proclamará
dichosa de forma absoluta: Bendita tu entre todas las mujeres por el fruto
bendito de tu seno. No ha habido, ni hay, ni habrá una mujer semejante a ti.
Pero también ella de
forma privilegiada, ha concebido por la fe a Cristo en su corazón, por eso es
modelo acabado y perfecto de nuestra fe.
Contemplemos hoy a la
Madre de Dios por quién el Eterno ha entrado en el mundo, en la historia, ha
tomado carne. Contemplemos también hoy a la Madre de Dios que supo escuchar y
acoger a Cristo en su corazón, concebirlo por la fe. Al mirarla a ella –dice Benedicto XVI: “también
nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que
Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo
cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí
mismo: si, en cuanto a la carne, sólo existe una Madre de Cristo, en cuanto a
la fe, en cambio, Cristo es el fruto de todos.”
Todos estamos
llamados a engendrar a Cristo en nosotros por la fe, en nuestro corazón, en
nuestra vida. Estamos llamados de algún modo a ser madres de Cristo cumpliendo
así sus mismas palabras: “«Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la
palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8, 21)
¿Cómo es posible
transformarse, en concreto, en madre de Cristo?
Nos lo dice el mismo Jesús: escuchando la Palabra y poniéndola en
práctica.
Para ilustrar esta
concepción de Cristo que todos estamos llamados a hacer, sigo un ejemplo muy
ilustrativo del padre Raniero Cantalamessa –predicador de la Casa Pontificia
que dice así:
Actualmente
conocemos dos tipos de maternidad fallidas, incompletas. Una es el aborto. Se
concibe, pero no se da a luz. Por causas naturales o por el pecado de la
intervención de los hombres, el niño engendrado muere. La segunda forma de
maternidad incompleta es dar a luz un niño sin haberlo concebido. Ya por la
fecundación en laboratorio e implantado en un segundo momento, ya por la práctica
de vientres de alquiler.
Continúa este padre:
“Lamentablemente, también en el plano
espiritual existen estas dos tristes posibilidades. Concibe a Jesús, sin darle
a luz, quien acoge la Palabra sin ponerla en práctica, quien continúa
practicando un aborto espiritual tras otro, formulando propósitos de conversión
que luego son sistemáticamente olvidados y abandonados a medio camino; quien se
comporta hacia la Palabra como el observador apresurado que mira su rostro en
el espejo y luego se marcha olvidando de inmediato como era (St 1, 23 24). En
resumen, quien tiene la fe, pero no tiene las obras.
Al contrario, da a luz a Cristo sin haberle concebido
quien realiza muchas obras, a veces también buenas, pero que no proceden del
corazón, de amor por Dios y de recta intención, sino más bien de la costumbre,
de la hipocresía, de la búsqueda de la propia gloria y del propio interés, o
sencillamente de la satisfacción que da actuar. En suma, quien tiene las obras,
pero no tiene la fe.
Estos son los casos negativos, de una maternidad
incompleta.
San Francisco de Asís nos describe el caso positivo de
una verdadera y completa maternidad que nos asemeja a María: «Somos madres de
Cristo –escribe– cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por medio
del divino amor y de la conciencia pura y sincera; lo generamos a través de las
obras santas, ¡que deben brillar ante los demás para ejemplo!». Nosotros –viene
a decir el santo– concebimos a Cristo cuando le amamos con sinceridad de
corazón y con rectitud de conciencia, y le damos a luz cuando realizamos obras
santas que lo manifiestan al mundo.”
Ojalá este adviento
engendremos a Cristo en nosotros y en Navidad lo demos a luz para que podamos
decir: “Hoy ha nacido Dios en el mundo.” Pidamos a Nuestra Señora, en la novena
de su Inmaculada Concepción que nos conceda un corazón virgen e inmaculado, un
corazón purificado de “malos pensamientos, homicidios, adulterios,
fornicaciones, robos, falsos testimonios y calumnias”, alejado del pecado,
modelado a la luz de la Palabra de Dios, lleno de virtudes, para que sea digna
morada, digno pesebre, donde Cristo pueda nacer y venir al mundo.