domingo, 18 de diciembre de 2016

LAS VOCES DEL SEÑOR. Santo Tomás de Villanueva



Comentario al Evangelio

IV DOMINGO DE ADVIENTO

Forma Extraordinaria del Rito Romano

Los pecadores son el desierto, campo sin cultivar donde ninguna semilla produce fruto. Desierto, donde la voz de Dios no deja de llamar. La sabiduría está clamando fuera, alza su voz en las plazas; clama encima de los muros, en las entradas de las puertas de la ciudad, y va diciendo: ¿hasta cuándo, simples, amaréis la simpleza?  (Prov 1, 20-22)
El Señor hace oír su voz de cuatro formas diferentes: por medio de sus favores, de la predicación, de sus castigos y de las inspiraciones internas.

Voz de los favores. Dios trata al pecador con su mayor bondad, dándole salud, honores y riquezas para tocar su corazón. Pero tan perversos somos, que cuando todo nos es próspero nos olvidamos del bienhechor y nos embriagamos de orgullo. La prosperidad de los necios los perderá (Prov. 1, 32). Insensatos somos. Todos los animales conocen a su bienhechor y le demuestran agradecimiento; tú solo, hombre, eres más ingrato que las fieras y muerdes la mano que te alimenta. De todas partes suena la voz de los favores divinos. Son voz de Dios: los cielos, el sol, la tierra…; ¡oh hombre!, conoce a tu bienhechor y dale las gracias.

Voz de la predicación. Como la voz de los favores no resulta clara para muchos, Dios hace oír al pecador una segunda voz, que le empuja y le da prisa para convertirse; la predicación. Esta no es la voz del hombre, sino la voz de Dios. El Señor decía: El que a vosotros oye, a mí me oye (Lc 10,16). Y San Pablo transmitiendo esta doctrina a los Tesalonicenses: Por esto incesantemente damos gracias a Dios de que al oír la palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino como palabra de Dios, cual en verdad es, y que obra eficazmente en vosotros que creéis. (1 Tes 2,13) Todos conocéis cual fue antiguamente en  la tierra, el poder de esta voz y como la predicación de Dios convirtió al universo entero. Mas hoy ha perdido su poder, y es raro conseguir que se arrepienta el pecador. Por eso en nuestros días Dios hace oír con más frecuencia su tercera voz, la de los castigos.

Voz de los castigos. Para un sueño tan profundo, la sacudida que nos despierte tiene que ser muy grande. Ante los castigos, algunos, como los hermanos de José (Gn 42, 21), se despiertan; otros abren los ojos y dicen, ¡ay!, hemos pecado, pero vuelven a dormirse enseguida; otros comienzan la conversión, pero olvidan sus propósitos; otros, por desgracia, no se despiertan siquiera. ¡Qué pena verles, como Faraón (Ex 8), recibir golpe tras golpe, sin conocer la mano de donde vienen! Tal es la situación de nuestros días. ¡Oh Dios mío, cómo pesa vuestra mano sobre nosotros! ¡Cuántas guerras, cuantos azotes, cuanta calamidad y nadie se convierte, nadie hace penitencia, nos hemos vuelto insensibles! Cuantos más golpes recibimos, más aumenta nuestra locura. No queda otra esperanza sino la de que el Señor haga oír fuerte la más poderosa de sus voces.

Voz de las inspiraciones internas. Voz de trueno por su fuerza, puede hacerse oír para los oídos más sordos. La Palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos y penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y la medula. (Heb 4,12). Esta voz, dice San Bernardo, no es una voz que retumba, pero penetra; no es brillante, pero es eficaz; no deja oír ni aun el más ligero murmullo, pero arrastra a las almas con su suave unción.
Esta voz, oída por Pablo (Act. 9,14), por Mateo (Mt. 8,9), por la Magdalena (Lc. 7,36 ss) y por el publicano (Lc. 19,5), es llamada por el Espíritu Santo fuego, martillo, granizada y carbón ardiente.
En efecto, unas veces es fuego que enciende el amor a la Magdalena (Lc. 7,48) y hace decir a los de Emaús que sentían arder su corazón (Lc. 24,32); otras, como martillo y granizo, retumba, fuerte, severa, terrible, reprobadora, tal como la oyó el Apóstol (Act. 9,4). Más duro es oír la voz de Dios que reprocha, que le sentencia de muerte en el cadalso. ¡Ojalá la oigáis en esta vida y no en la otra! Aflígeme, Señor, repréndeme, porque esta reprensión es señal de tu amor. Tú lo dijiste: Yo reprendo y corrijo a cuantos amo (Ap 3,19). El primer modo de llamarnos empuja hacia el amor, el segundo nos arroja en el santo temor de Dios.
¡Oh hermanos!, deseemos oír esta voz. Pidamos que la oigan nuestros príncipes en los días de Navidad, para que el Señor, por fin, pueda enviar la paz a su pueblo; pidámosle que infunda en el corazón de los que gobiernan deseos de concordia y en el de los prelados, cuidado en la reforma de la Iglesia. Porque ya lo sabéis, todo se ha perdido, y si la Iglesia no se reforma pronto no podremos esperar días mejores.
Estos son los diferentes medios de que Dios se vale para que se oiga su voz en el desierto. Si la oís vosotros, no endurezcáis vuestro corazón (Ps. 94,8), como lo hicieron aquellos a quienes en su cólera Dios juró que no les dejaría entrar en su descanso.

PREPARAD LOS CAMINOS. ¿Qué es lo que nos demandan todas esas voces de Dios? Que preparemos los caminos. Nada grande ni difícil. No nos piden otra cosa sino que no resistamos. Él está en la puerta y llama (Apoc. 3,20). Solo quiere que le dejemos entrar. Apartad las piedras, los guijarros y las espinas que embarazan vuestro camino; quitad los pecados que manchan vuestra alma, las querellas, los disgustos, los odios, las enemistades, las usuras, los adulterios, las envidias, el orgullo, todos esos pecados que separan de Dios. Confesaos, llorad, adornad el alma de buenos deseos, expiad vuestras culpas con ayunos y limosnas y entonces la justicia preparará su morada (Sal 88,15).

Transcripto por Dña. Ana María Galvez