Comentario al Evangelio
IV DOMINGO DE ADVIENTO
Forma Extraordinaria del Rito Romano
Los
pecadores son el desierto, campo sin cultivar donde ninguna semilla produce
fruto. Desierto, donde la voz de Dios no deja de llamar. La sabiduría está clamando fuera, alza su voz en las plazas; clama
encima de los muros, en las entradas de las puertas de la ciudad, y va
diciendo: ¿hasta cuándo, simples, amaréis la simpleza? (Prov 1, 20-22)
El
Señor hace oír su voz de cuatro formas diferentes: por medio de sus favores, de
la predicación, de sus castigos y de las inspiraciones internas.
Voz
de los favores. Dios
trata al pecador con su mayor bondad, dándole salud, honores y riquezas para
tocar su corazón. Pero tan perversos somos, que cuando todo nos es próspero nos
olvidamos del bienhechor y nos embriagamos de orgullo. La prosperidad de los necios los perderá (Prov. 1, 32). Insensatos
somos. Todos los animales conocen a su bienhechor y le demuestran agradecimiento;
tú solo, hombre, eres más ingrato que las fieras y muerdes la mano que te
alimenta. De todas partes suena la
voz de los favores divinos. Son voz de Dios: los cielos, el sol, la tierra…; ¡oh
hombre!, conoce a tu bienhechor y dale las gracias.
Voz
de la predicación.
Como la voz de los favores no resulta clara para muchos, Dios hace oír al
pecador una segunda voz, que le empuja y le da prisa para convertirse; la
predicación. Esta no es la voz del hombre, sino la voz de Dios. El Señor decía:
El que a vosotros oye, a mí me oye (Lc
10,16). Y San Pablo transmitiendo esta doctrina a los Tesalonicenses: Por esto incesantemente damos gracias a Dios
de que al oír la palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis no como
palabra de hombre, sino como palabra de Dios, cual en verdad es, y que obra
eficazmente en vosotros que creéis. (1 Tes 2,13) Todos conocéis cual fue antiguamente en la tierra, el poder de esta voz y como la
predicación de Dios convirtió al universo entero. Mas hoy ha perdido su poder,
y es raro conseguir que se arrepienta el pecador. Por eso en nuestros días Dios hace oír con más frecuencia su
tercera voz, la de los castigos.
Voz
de los castigos. Para
un sueño tan profundo, la sacudida que nos despierte tiene que ser muy grande. Ante los castigos, algunos, como los
hermanos de José (Gn 42, 21), se despiertan; otros abren los ojos y dicen,
¡ay!, hemos pecado, pero vuelven a dormirse enseguida; otros comienzan la
conversión, pero olvidan sus propósitos; otros, por desgracia, no se despiertan
siquiera. ¡Qué pena verles, como Faraón (Ex 8), recibir golpe tras golpe, sin
conocer la mano de donde vienen! Tal
es la situación de nuestros días. ¡Oh Dios mío, cómo pesa vuestra mano sobre
nosotros! ¡Cuántas guerras, cuantos azotes, cuanta calamidad y nadie se
convierte, nadie hace penitencia, nos hemos vuelto insensibles! Cuantos más
golpes recibimos, más aumenta nuestra locura. No queda otra esperanza sino la
de que el Señor haga oír fuerte la más poderosa de sus voces.
Voz
de las inspiraciones internas. Voz
de trueno por su fuerza, puede hacerse oír para los oídos más sordos. La Palabra de Dios es viva, eficaz y tajante
más que una espada de dos filos y penetra hasta la división del alma y del
espíritu, hasta las coyunturas y la medula. (Heb 4,12). Esta voz, dice San
Bernardo, no es una voz que retumba, pero penetra; no es brillante, pero es
eficaz; no deja oír ni aun el más ligero murmullo, pero arrastra a las almas
con su suave unción.
Esta voz, oída por Pablo (Act.
9,14), por Mateo (Mt. 8,9), por la Magdalena (Lc. 7,36 ss) y por el publicano
(Lc. 19,5), es llamada por el Espíritu Santo fuego, martillo, granizada y
carbón ardiente.
En efecto, unas veces es fuego
que enciende el amor a la Magdalena (Lc. 7,48) y hace decir a los de Emaús que
sentían arder su corazón (Lc. 24,32); otras, como martillo y granizo, retumba,
fuerte, severa, terrible, reprobadora, tal como la oyó el Apóstol (Act. 9,4). Más
duro es oír la voz de Dios que reprocha, que le sentencia de muerte en el
cadalso. ¡Ojalá la oigáis en esta vida y no en la otra! Aflígeme, Señor,
repréndeme, porque esta reprensión es señal de tu amor. Tú lo dijiste: Yo reprendo y corrijo a cuantos amo (Ap
3,19). El primer modo de llamarnos empuja hacia el amor, el segundo nos arroja
en el santo temor de Dios.
¡Oh hermanos!, deseemos oír
esta voz. Pidamos que la oigan nuestros príncipes en los días de Navidad, para
que el Señor, por fin, pueda enviar la paz a su pueblo; pidámosle que infunda
en el corazón de los que gobiernan deseos de concordia y en el de los prelados,
cuidado en la reforma de la Iglesia. Porque ya lo sabéis, todo se ha perdido, y
si la Iglesia no se reforma pronto no podremos esperar días mejores.
Estos son los diferentes medios
de que Dios se vale para que se oiga su voz en el desierto. Si la oís vosotros,
no endurezcáis vuestro corazón (Ps.
94,8), como lo hicieron aquellos a quienes en su cólera Dios juró que no les
dejaría entrar en su descanso.
PREPARAD
LOS CAMINOS. ¿Qué
es lo que nos demandan todas esas voces de Dios? Que preparemos los caminos.
Nada grande ni difícil. No nos piden otra cosa sino que no resistamos. Él está
en la puerta y llama (Apoc. 3,20). Solo quiere que le dejemos entrar. Apartad
las piedras, los guijarros y las espinas que embarazan vuestro camino; quitad
los pecados que manchan vuestra alma, las querellas, los disgustos, los odios,
las enemistades, las usuras, los adulterios, las envidias, el orgullo, todos
esos pecados que separan de Dios. Confesaos, llorad, adornad el alma de buenos
deseos, expiad vuestras culpas con ayunos y limosnas y entonces la justicia
preparará su morada (Sal 88,15).