sábado, 28 de junio de 2025

29 DE JUNIO. SAN PEDRO, PRÍNCIPE DE LOS APÓSTOLES

 


29 DE JUNIO

SAN PEDRO

PRÍNCIPE DE LOS APÓSTOLES

LOS artistas de todos los tiempos han representado siempre a San Pedro en el centro del retablo apostólico, como a la figura de mayor relieve. La idea responde perfectamente al pensamiento de Bossuet: «Pedro es el primero en creer y el primero en amar; el primero de los Apóstoles que ve al Señor resucitado; el primero que confirma la fe con un milagro; el primero que convierte a los judíos; el primero que recibe a los gentiles en la Iglesia; el primero en todo».

Y este pensamiento responde a una realidad hermosa y trascendente. En efecto. Desde su entrada en la escena evangélica, aparece ya como Príncipe de los Doce; como Vicario de Cristo, como hombre divinamente elegido para una gran misión. Todos los rasgos que de su vida conocemos, por el Evangelio o por los Hechos, abonan la interpretación del máximo orador sagrado. Y esto es, ante todo, en los textos litúrgicos, la fiesta del 29 de junio: la exaltación de la primacía y jefatura de San Pedro, cabeza del apostolado, receptor de los poderes soberanos, el hombre de confianza de Jesús, el que dará a Roma la felicidad y la grandeza, el jefe de la sociedad cristiana, la columna y norma de la Fe católica, el único independiente, el que recibe de Cristo la impresionante, la desconcertante legación: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», y después la suprema autoridad: «Todo lo que atares sobre la tierra será atado en el cielo, y todo lo que desatares sobre la tierra será desatado en el cielo».

Es significante la expresión con que San Mateo comienza su lista: Primus, Simón, «El primero, Simón». No se trata de un simple número de orden, pues el primer llamado es su hermano Andrés, sino de un testimonio de verdadera preeminencia. Y en el Evangelio de San Marcos —escrito al dictado del propio apóstol— hallamos grabada con trazos sobrios y cautivadores, de hondo simbolismo, esta fisonomía primacial del rudo Pescador de Betsaida, convertido por el Maestro en el gran Pescador de almas. La predilección de Jesús por él se manifiesta en el primer encuentro, al darle un nombre nuevo, alegórico y misterioso: «Tú eres Simón; hijo de Jonás; en adelante te llamarás Cefas, es decir, «piedra, roca». Pedro será, ciertamente, la piedra, la base fundamental del edificio místico, glorioso y sublime que Cristo ha venido a fundar; base inconmovible, indefectible.

La historia del Príncipe de los Apóstoles es la historia de Jesús, a quien sigue paso a paso. Resulta emotivo y aleccionador el desfile de los cuadros evangélicos en que aparece al vivo el carácter del «hombre», chocante por sus altibajos, pero grande hasta en sus caídas, sometido al buril divino de la gracia, manejado por el Artífice supremo, por el autor de toda gracia. Indudablemente, se trata de una naturaleza privilegiada, de un temperamento de jefe, de altas vibraciones, de un corazón ancho como el mar y un alma luminosa como el cielo. Cristo no podía fallar la elección. Pero cuando lo descubrió a orillas del Jordán, Pedro era el bloque de mármol sin desbastar: carne quemada por el sol y el viento del Lago, naturaleza ruda, espíritu aprisionado y desconcertante; tímido y audaz, impulsivo y generoso, vacilante y resuelto, cándido, leal, ardiente, sencillo, petulante, obstinado... El martillo y el escoplo; en manos del divino Artífice, empiezan a trabajar. A golpe vivo, saltan las aristas, una a una: en la escena de la pesca milagrosa, cuando. Cristo sube a su nave, en el diálogo de Cesárea de Filipo, en la cima del Tabor, en la última Cena, en la fanfarronada de Getsemaní, en la Pasión, negando a su Maestro, en la Resurrección, a orillas del Lago, cuando le pregunta tres veces ama, para, solemnemente, confirmarle en su dignidad excelsa de cabeza del Colegio Apostólico... Pedro se va perfilando poco a poco como obra maestra de un Dios: íntimo de Jesús, su amador más ardiente, el hombre de iniciativas que habla en nombre de todos y trasmite los mensajes del Señor; como el más entusiasta, como capitán, en suma, de los Doce. El trato con Cristo lima asperezas, las caídas le vuelven cauto, el amor le compensa de todas las debilidades, la gracia forja la maravilla del primer Vicario de Dios en la tierra. «Todo está sometido a sus llaves —dice otra vez Bossuet— todo: reyes y naciones, pastores y rebaños. Lo publicamos con alegría..., y tenemos a gloria nuestra obediencia»

El Vicario de Cristo ejerció desde el mismo día de Pentecostés su triple potestad de magisterio, de ministerio y de gobierno. La Iglesia naciente lo acató como a Jefe indiscutible, investido de un poder sobrehumano. Él fue quien resolvió los más graves conflictos —como el de las observancias judaicas— y contra él—hecho roca— se estrellaron las primeras persecuciones del Sanedrín. Sentó primero la cátedra de la verdad en Antioquía, y hacia el año 42 se estableció en Roma, capital del mundo pagano, para hacer de ella la capital del mundo cristiano. Y como su divino Maestro selló su Credo con el testimonio de la sangre. Murió en el Vaticano, cerca del palacio de Nerón, el año 67, crucificado cabeza abajo, por respeto a su Señor. Y allí sigue su cuerpo, venerado por toda la Cristiandad en el Templo más grandioso que existe: San Pedro de Roma, centro espiritual del mundo católico.