01 DE JULIO
LA PRECIOSÍSIMA SANGRE
LA Sangre Preciosísima de Nuestro Señor Jesucristo —parte constitutiva intrínseca del Hombre-Dios, sustantividad esencial de su martirio y precio infinito de nuestro rescate—, ha sido honrada siempre en la Iglesia Católica con el culto supremo de adoración. Pero la solemnidad actual es relativamente moderna. Data tan sólo del siglo pasado —1849—, y fue instituida por Su Santidad Pío IX para conmemorar su regreso a Roma, triunfante de la Revolución que le obligara a refugiarse en Gaeta.
Esta espléndida victoria de la Iglesia sobre el liberalismo y las sectas nos recuerda el gran triunfo de la Preciosísima Sangre de Cristo sobre los enemigos del hombre.
¡Sangre de Dios derramada por los hombres!
He aquí el sublime misterio que hoy sobrecoge dulcemente nuestras almas, la verdadera fiesta de nuestra Redención. «Habéis sido redimidos —nos dice San Pedro— no con plata y oro corruptibles, sino con la Sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin mancha ni defecto». Y San Pablo nos habla también de «la redención por la virtud de la sangre del Señor, y la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia». Por eso canta la Iglesia en el himno de Vísperas: «Todo el que lava su túnica en la Sangre del Cordero, la limpia de sus manchas, quedando con purpúreos resplandores, semejante a los ángeles y grato a Dios».
La Preciosísima Sangre del Redentor es, pues, nuestro gran tesoro, el baño refrigerante y eficacísimo que templa el ardor de las pasiones, y cura y limpia las máculas del alma. Viene a ser la garantía de las promesas divinas, la prueba última y definitiva del infinito amor de Jesús, el recaudo infalible de la concordia de Dios con los hombres...
Es notorio, respecto de este último atributo, el paralelismo existente entre la acción pacificadora de Moisés y la de Cristo. No hay más que abrir la historia hebrea, la cual, en una de sus más bellas páginas, prenuncia figurativamente la virtud y excelencia de la Sangre del Redentor Divino de los hombres.
El pueblo de Dios gime bajo el yugo egipcio. El gran Caudillo, inspirado por Jehová, apura argumentos y amenazas para liberar a sus hermanos. Mas, ni siquiera las tremendas plagas rinden el empecinamiento del Faraón. Entonces, Moisés le conmina con la muerte de todos los primogénitos de los egipcios. Y a su pueblo le dice:
«Inmolad un cordero de un año; mojad un manojito de hisopo en la sangre vertida y rociad con ella el dintel y las jambas, para que cuando pase el ángel exterminador no entre en vuestras casas».
— ¿Qué dices, Moisés? —pregunta a este propósito San Juan Crisóstomo— ¿Cómo puede la sangre de un cordero librar de la muerte a un hombre racional?
Y pone esta respuesta en labios del santo Legislador:
—Sí, esta sangre es omnipotente; no en sí misma, sino por ser figura de la Sangre Preciosísima del Redentor.
Pero dejemos los símbolos y contemplemos —meditemos, más bien— la magnífica realidad de la obra redentora, ya que la fiesta de este día es como un recuerdo agradecido a la efusión tan pródiga y voluntaria de la Sangre divina de Jesucristo.
En verdad que toda su vida es un caminar sobre espinas, ensangrentando caminos; esmaltándolos de rosas de amor y de pasión. San Juan, después de verle en carne mortal, vuelve a contemplarle en espíritu, en la isla de Patmos, Y nos dice que «estaba vestido con túnica salpicada de sangre, y que su nombre era: Verbo de Dios».
Es obligado repetirlo: Jesús, ya en la Circuncisión, vierte su sangre con amor inmenso. Y «si eres niño y has amor —le dice el poeta ¿qué no harás cuando mayor?». Más tarde, en su vida pública, sigue mostrando la misma divina impaciencia por derramarla. «Con bautismo de fuego he de ser bautizado —dice—. ¡Y cómo traigo oprimido el corazón mientras no lo veo cumplido!». Getsemaní, el pretorio, el camino del Calvario, la Cruz, marcan esta ruta de sangre. Y no son sólo sus ojos, mas todos los poros de su sacratísimo Cuerpo, los que se convierten en fuentes de sangrientas lágrimas, que lloran y lavan nuestras culpas. Todavía, cuando haya muerto, brotará de su costado sangre y agua, como para indicarnos que ha derramado hasta la última gota...
Verdaderamente, la sangre es la púrpura triunfal de este Pontífice del Nuevo Testamento; pero también el precio infinito de nuestro rescate. Lo atestigua San Pablo con estas palabras: «Confiemos, hermanos, y por los merecimientos de la Sangre de Cristo, entraremos en el Santo de los Santos». Es lo del melifluo San Bernardo: Vúlnera tua, mérita mea. Y San Juan ve también en el cielo a «aquellos que lavaron sus vestiduras en la Sangre del Cordero».
Concluyamos. Jesús ha muerto, y ha resucitado, para no volver a morir. Mas el río generoso de su Preciosísima Sangre —la divina gracia— no cesa de fluir de su costado abierto. Por eso le decimos con la Iglesia: «Admitidos, Señor, a la sagrada Mesa, hemos bebido con gozo las aguas de las fuentes del Salvador: te rogamos que su Sangre sea para nosotros una fuente que salte hasta la vida eterna».