lunes, 23 de junio de 2025

24 DE JUNIO. SAN JUAN BAUTISTA, PRECURSOR DEL MESÍAS (+28 O 29)

 


24 DE JUNIO

SAN JUAN BAUTISTA

PRECURSOR DEL MESÍAS (+28 O 29)

HE aquí un Santo olvidado, de  tan conocido. Olvido lamentabilísimo, por tratarse de un Santo excepcional:

«En verdad os digo: entre los nacidos de mujer no hay ninguno mayor que Juan Bautista».

¡Magnífico y definitivo elogio, salido de los labios del mismo Dios!

Y fácil de comprender. San Juan, aun aparte su parentesco —y su parecido espiritual— con Jesucristo, ocupa en la historia de la humanidad un puesto único e incomparable: es como un lazo de unión entre dos mundos; resume en sí todo el Antiguo Testamento y prepara al Nuevo, y, al señalar con el dedo al Mesías prometido, cierra la dinastía de los Profetas y abre la de los Apóstoles. «Él no es la Luz; pero viene para dar testimonio de la Luz», para abrirle rutas de luz y de paz, como estrella mensajera del gran Sol, Cristo. ¡Qué elevada misión y qué cúmulo de grandezas! El mismo nombre de Juan —Yojanan—, de origen divino, significa: Yahvé ha hecho gracia. Por eso los más eximios Doctores de la Iglesia le han llamado «escuela de la virtud, guía de la santidad, discípulo del Padre Eterno, silencio de los Profetas, voz de los Apóstoles, antorcha del mundo, testigo del Señor, sagrario de la Trinidad, destierro de la muerte, puerta de la vida. Repitámoslo: San Juan es grande por todos los conceptos: por su nacimiento, por su misión, por los favores que le son comunicados; grande ante Dios y ante los hombres, en su vida y en su muerte; grande hasta en su misma humildad...

Los príncipes de Israel bajan al Jordán y le interrogan:

— ¿Eres Elías? —No.

— ¿Eres el Profeta? —No.

— ¿Eres el Cristo?

— No. Yo soy la voz del que clama en el desierto... Detrás de mí viene uno al cual no soy digno de desatar las correas de las sandalias.

¿Cabe mayor humildad y rectitud?

Demos ahora la vuelta a la silueta. Hoy es el natal del santo Precursor. La Iglesia conmemora tres natividades: la de Cristo, la de la Virgen y la del Bautista. Los tres fueron totalmente santos en su nacimiento.

San Juan nace entre milagros. Su padre —el sacerdote Zacarías— sufría, allá en el pueblecito de Ain-Karim, el dolor de una vejez estéril. Y sufría también, aunque resignado, el secreto desprecio- de sus conciudadanos que le consideraban descartado de los grandes planes de la Providencia...

De improviso, un anuncio angélico lo liga íntimamente al suceso crucial de la historia de los hombres: «No temas, Zacarías —le dice el arcángel Gabriel—; tu oración ha sido escuchada; tu mujer, Isabel, te dará un hijo a quien impondrás el nombre de Juan. Será grande delante del Señor, y el Espíritu Santo le llenará desde el seno de su madre».

¿Más milagros? La desconfianza del anciano sacerdote es castigada con la mudez. Salta el niño de gozo en el claustro materno, al presentir al Verbo, encarnado en las virginales entrañas de María. Luego, mientras el venturoso padre escribe misteriosamente en la tablilla de cera: «Juan es su nombre», se desata de nuevo su lengua, ante el asombro de las gentes.

— «¿Quién será este niño? El Señor está providente con él».

Y Zacarías, lleno del Espíritu de Dios, contesta radiante de optimismo:

— «Tú, hijo mío, serás llamado Profeta del Altísimo; porque irás ante la faz del Señor para preparar sus caminos y anunciar a su pueblo la nueva de la salud en la remisión de los pecados».

Aquí calla el Evangelio. Israel pasará treinta años sin comprender el alcance de estas proféticas palabras del santo sacerdote de Yuttah.

Entretanto, el hijo de la vejez y del milagro, desaparece de Ain-Karim. En la soledad del desierto crece como un prodigio de penitencia: su vestido es una piel de camello sujeta con un cinturón de cuero; su alimento, langostas y miel silvestre; por casa, las cuevas y barrancos. Hasta que, un día, aparece en los vados del Jordán, bautizando con un simbólico bautismo de penitencia y anunciando la proximidad del Reino de los Cielos:

«Preparad los caminos del Señor; enderezad sus sendas: todo valle se rellene y todo monte y collado se abaje, y toda carne verá la Salud de Dios. Si no hacéis penitencia, todos pereceréis. No digáis: tenemos a Abraham por padre. Jehová puede hacer de las piedras hijos de Abraham... Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto será cortado y echado al fuego. Yo bautizo con agua; pero en medio de vosotros está quien os bautizará con Espíritu Santo y con fuego».

Y cuando Jesús desciende a las ondas del río y le pide el bautismo, Juan le mira fijamente y se turba: ha reconocido en Él al Mesías, al Libertador. «Yo debo ser bautizado por Ti» —exclama con voz temblorosa—. Pero Jesús insiste, y el Bautista condesciende «para cumplir con toda justicia». Y al alejarse el Galileo, el Profeta lo señala con el dedo y dice a sus discípulos: «Ahí tenéis al Cordero de Dios, al que quita los pecados del mundo».

Así fue Juan: majestuoso, imponente, casi sobrehumano. Así fue su doctrina: seca y enérgica, como su cuerpo tostado por el sol del desierto, como su alma abrasada por el deseo del Reino que no alcanzaría a ver...