21 DE JUNIO
SAN LUIS GONZAGA
PATRONO DE LA JUVENTUD (1568-1591)
EL Lirio de Italia —«ángel con cuerpo o carne hecha espíritu»— no fue un niño como los demás: en la ciencia de la santidad fue un genio, un niño prodigio. Toda su alta espiritualidad se condensa —¡sublime paradoja!— en dos palabras casi antagónicas: inocencia y penitencia. Lo subraya la colecta de la misa de hoy: ¡«Oh Dios!, distribuidor de los dones celestiales, que en el angélico joven Luis juntaste admirable inocencia de vida con no menor penitencia...».
¡Inocencia! El solo nombre de Luis Gonzaga es azucena de pureza. Por eso es ésta la flor simbólica que los artistas cristianos entrelazan en sus dedos. Al calor del regazo materno e iluminada por la mirada purísima de la Reiría de las Vírgenes, va entreabriendo sus pétalos de nieve el alma angelical de Luis. En su infancia hay detalles de una finura y exquisitez admirables, de una emotividad subyugadora y flagrante:
Un día juega a prendas y penitencias con otros niños de su edad. Y pierde. En castigo ha de acercarse a la pared y besar la figura que en ella proyecta una de las niñas. No tiene otro fin el juego que ver al infortunado corriendo en vano tras la sombra huidiza. Pero las mejillas del angélico niño se tiñen de virginal carmín, y renuncia para siempre a tales entretenimientos.
A los nueve años, Luis va y deja a los pies de la Anunciata el lirio más hermoso y fragante que puede brotar de un pecho juvenil: su pureza. Hace voto de perpetua virginidad. En esta donación precoz está como prefigurada la razón de su vida, toda su belleza espiritual. Émulo de los espíritus celestiales, no volverá a sentir en lo sucesivo ningún movimiento contrario al voto que acaba de hacer. Ni siquiera mancillará su alma con la más leve culpa. Sus grandes pecados, llorados toda la vida, se reducirán a aquellas palabras malsonantes que oyera en el campamento a los Soldados y que él repitiera sin entenderlas, cuando tenía cuatro años. ¡Santa inocencia!
Al cumplir los doce toca ya la cumbre de la contemplación. «Todos sus pensamientos —declara uno de sus criados— estaban fijos en Dios. Huía de los juegos de los espectáculos y fiestas. Si decíamos alguna palabra menos conveniente, los reprendía con toda dulzura y gentileza. Y cuando le llamábamos príncipe y señor, solía decir: «Servir a Dios es harto más glorioso que poseer todos los principados de la tierra».
¡Inocencia y penitencia! He aquí lo más extraordinario y hermoso: que Luis Gonzaga junta a una inocencia incomparable una penitencia también incomparable, más fácil de admirar que de imitar. Su pureza florece como un lirio entre espinas. Por amor a ella se priva de las más legítimas satisfacciones. Es una conquista a punta de espada. «Mientras los demás jugaban —nos dice la Duquesa de Mantua—, Luis oraba». ¡Parece increíble tanta austeridad en un niño de tan pocos años! Ayuna tres veces por semana, y cuando come no rebasa el peso de una onza; duerme sobre una tabla que furtivamente coloca debajo de las sábanas; se disciplina como un eremita; lleva un cilicio fabricado Con estrellitas de espuelas; reza siempre sobre el suelo desnudo; toda su vida, en suma, es un constante anhelo de mortificarse, de dominar sus sentidos. especialmente la vista. Tiene en esto detalles finísimos, de gran santo.
En Madrid asiste a una cazata. Los cazadores acosan a una fiera. Luis contempla la escena entusiasmado; pero, en el momento más interesante, baja los ojos. Lo mismo hace en Milán durante un desfile militar. Y es que su corazón no vive en el mundo, sino en el cielo: «El Marquesito —se comenta en Madrid— no es de carne y hueso como los demás mortales: es un ángel».
Pero hagamos ya un poco de historia.
El 9 de marzo de 1568 nace Luis Gonzaga en Castiglione —Italia— en el seno de una familia noble y aristocrática. Su padre —Fernando de Gonzaga— es Príncipe del Sacro Imperio, y su madre —Marta Tana— dama de la Corte y muy amiga de la reina Isabel, mujer de Felipe II, nuestro gran rey. Luis trae en la frente el sello de los elegidos su santa vida va a ser «el vuelo más alto del águila de los Gónzagas». Así piensa doña Marta. Sin embargo, don Fernando no comprenderá nunca que el camino de la renuncia evangélica sea el de la verdadera gloria. Él sueña grandes triunfos militares para su primogénito. Luis sueña en ser santo. Así empieza la lucha por la vocación, que conquistará, como la pureza, a punta de lanza. Halagos, amenazas, viajes de tentación por las frívolas cortes renacentistas... El Marquesito camina a través de todos los regocijos sin perder un instante el tesoro de su vida interior; siempre humilde, siempre puro, siempre mortificado. Precisamente, una disciplina sangrienta es el golpe decisivo que vence la voluntad paterna. Luis, entonces, con la alegría de la santa libertad, abdica el marquesado en su hermano Rodolfo e ingresa en la Compañía de Jesús. El anhelo de toda su vida está cumplido. Seis años más y llegará a la plenitud de su belleza espiritual...
El 25 de noviembre de 1567 profesa Luis Gonzaga en la Compañía. En 1591 se declara la peste en Roma. El 21 de junio del mismo año muere Luis, víctima de su caridad heroica.
Y el 19 de octubre de 1605, Su Santidad Paulo V beatifica a este joven sublime, en cuyas huellas brotarán las azucenas, y a quien la juventud embelesada aclamará para siempre como a su angélico Protector.