viernes, 27 de junio de 2025

28 DE JUNIO. SAN IRENEO, OBISPO Y MÁRTIR (130-208)

 


28 DE JUNIO

SAN IRENEO

OBISPO Y MÁRTIR (130-208)

SI por biografía se entiende la historia de un personaje, mal podemos biografiar a quien, como San Ireneo, no tiene historia; pero si es la proyección de un hombre en el tiempo, entonces, pocas biografías tan macizas como la suya.

Las más grandes lumbreras de la Iglesia han pronunciado siempre con pasmo el nombre de Ireneo. Tertuliano le llama curiosíssimum omnium doctrinarum exploratorem. San Jerónimo, varón de los tiempos apostólicos. Eusebio lo coloca entre los principales apologistas. Y San Basilio, San Agustín y otros Doctores, lo citan también con respeto, como a testigo de la más genuina tradición.

Y están en lo cierto, La obra de San Ireneo es como eslabón de oro que enlaza la doctrina de los Santos Padres con el espíritu del Evangelio: de sus labios parecen brotar aún los prístinos ecos de la palabra de Cristo. Su figura se alza venerable en el ambiente familiar del primitivo Cristianismo, a manera de un padre bueno y experimentado, severo y entrañable a la vez. Y su perfil es el de un atleta de la Fe, lleno de vigor y fortaleza, cubierto con celeste coraza y aparejado siempre para el combate. Pero con esa línea de mansedumbre que le ha valido el título de Pacífico, y que nos recuerda la dulzura de sus costumbres, la moderación de sus actos y su incansable celo por la conservación de la paz en la Iglesia.

Hemos encuadrado su vida en el límite de dos fechas tope, dentro de las discutidas como probables, ya que ni la de su natal, Di la de su muerte, son históricamente ciertas. Por otra parte, ya lo hemos dicho, su cronología es muy simple. Tres datas —problemáticas también— señalan la ruta de su existencia: son los años 157, 178 y 208.

En el 157 se traslada de Esmirna —su ciudad natal— a las Galias, comisionado acaso por su maestro en la Fe y en la santidad, San Policarpo. Va como heraldo del Evangelio. Este honor que le dispensa el santo Obispo —discípulo inmediato de San Juan Evangelista—, es la prueba más fehaciente de su valía, de su piedad y de su ciencia. Ireneo, a su vez, cuando la nieve de los años halla blanqueado su cabeza, se complacerá en evocar las enseñanzas de su venerable Institutor, y no llamará a su memoria estos recuerdos sin llanto de los ojos. «Aún podría señalarte —dice en su carta a Florino— el lugar en que se sentaba el bienaventurado Policarpo para repetirnos las palabras de los antiguos y contarnos cuanto sabía de Jesús. Parece que le estoy viendo entrar y salir: su imagen, su andar, su vida, sus discursos, todo lo he copiado, no en papel, sino en el' corazón, y vivo lo traigo siempre en mi espíritu».

En 177 o 178 va a Roma, portador de un informe sobre la herejía de los montanistas, que el clero lionés —preso en su mayoría— remite al papa San Eleuterio. Las letras de presentación que lleva son el mejor panegírico que puede hacerse de su persona:

«Esta carta os será entregada por nuestro colega y hermano, Ireneo, que ha cedido a nuestras instancias al aceptar este mensaje de vuestros hijos perseguidos y encarcelados. Os suplicamos, Santísimo Padre, le acojáis como a celoso apóstol del Testamento de Cristo, y como a tal os lo recomendamos».

Durante este viaje se aviva el fuego de la persecución religiosa, que hará de la comunidad cristiana de Lyon «un pueblo de mártires», en expresión de San Euquerio. El obispo San Potino es uno de los primeros en trocar esta vida perecedera por la palma inmortal. En esta hora sombría, la grey abandonada vuelve los ojos hacia Ireneo y, contra su voluntad, lo sienta en la sede vacante. Puede ser muy bien el año 180.

La política del nuevo Prelado constituye un ideario de pacificación: no sólo logra devolver la tranquilidad a los espíritus conturbados por tantos horrores, sino que se proclama campeón de la unidad de la Iglesia. Para lo primero le bastan la santidad que resplandece en su rostro, la confianza de su alma, que se trasparenta en la serenidad de su mirada, su celo ardentísimo y la firmeza de su carácter. Para lo Segundo cuenta, además, con una erudición extraordinaria, una pluma de oro y una fe ígnea, profundamente cristiana. Aunque él diga, en un exceso de modestia: «No tengo la costumbre de escribir; ni he estudiado el arte del discurso. No esperéis, pues, de mí, las galas de la elocuencia. Recibid con caridad lo que la caridad nos ha hecho escribir en un lenguaje sencillo, pero conforme a la verdad». Todo lo pone a contribución para disipar las tinieblas de la herejía. Y por encima de todo pone la fe —su rasgo característico— alma de su palabra y de su pluma. Ella —amor y caridad— es la que le inspira aquella expresión sublime: No hay Dios sin bondad: Deus non est cui bónitas desit. Y aquellas palabras de férvido entusiasmo, cuando llama a la Iglesia «la muy grande, la muy antigua, conocida por todos, fundada por los Príncipes de los Apóstoles, con títulos para reclamar la primacía universal». Y aquel libro intitulado: Conra las herejías, del que se ha dicho que mató al gnosticismo y puso los cimientos a la Teología católica. Y, en fin, aquellos sus tres grandes amores —Dios, Cristo y la Iglesia—, por los que. dará la vida en un gesto supremo de amor y lealtad...

San Jerónimo habla del martirio de San Ireneo en tiempo de Septimio Severo; y Pablo Allard da como probable el año 208. Su fiesta ha sido introducida en la Liturgia de la Iglesia universal por Benedicto XV, en 1922.