miércoles, 18 de junio de 2025

19 DE JUNIO. SANTA JULIANA DE FALCONIERI, VIRGEN Y FUNDADORA (1270-1341)

 


19 DE JUNIO

SANTA JULIANA DE FALCONIERI

VIRGEN Y FUNDADORA (1270-1341)

HAY un suceso portentoso en la vida de Santa Juliana de Falconieri, célebre en los fastos de la Eucaristía. Lo conoce todo el mundo. Nos lo contaron cuando la Primera Comunión...

Sor Juliana está para morir. Cabe su lecho, las Hermanas todas de la Comunidad escuchan conmovidas los postreros consejos de la que ha sido por espacio de treinta y cinco años madre y maestra de sus almas. El perfecto conocimiento que siempre tuvo de las cosas de Dios es ahora sorprendente: diríase que vislumbra los destellos de la eternidad... Empero estos favores celestiales, Juliana está profundamente triste: los continuos vómitos de sangre le impiden recibir a Jesús Sacramentado. En tal trance, el dolor —¡gran maestro!— le sugiere una idea peregrina:

— Padre Santiago —dice a su Confesor, con la voz entrecortada por la fiebre y los sollozos—, extended el corporal sobre mi pecho y repose aquí, siquiera unos instantes, el Divino Huésped.

Imposible desoír tan tierna súplica. Mas —¡Inefable portento!— la Hostia Santa desaparece al punto, dejando la huella de su forma, perfectamente dibujada sobre aquel corazón abrasado en amor a Cristo. Juliana entonces, trasportada de alegría ultraterrena, exclama: «¡Oh, Jesús dulcísimo! y su alma vuela al cielo. Es el 16 de junio de 1341.

Un historiador de la Orden de los Servitas dice refiriéndose a este suceso milagroso: «El triunfo más bello de Juliana fue su muerte». Nosotros, más bien que triunfo, le llamaríamos apoteosis: el triunfo ha sido su vida santísima, tan poco conocida, por cierto. Y no otro que el triunfo de esas vírgenes selectas, cuyo exquisito aroma de virtud se expande por la tierra como efluvio perenne que es de un rosal inmarcesible z-el claustro —, a cuya sombra florecerán siempre las más perfumadas flores de santidad. Por sus penitencias, por su humildad, por sus virtudes todas, por sus éxtasis y arrobamientos, Juliana irradia con luz propia. entre los personajes perilustres de su siglo I Y qué feliz idea ha sido la de colocar su estatua en la Basílica Vaticana en medio de los Santos Fundadores de Órdenes Religiosas!...

Nacida en el año 1270, en Florencia, del noble tronco de los Falconieri, al abrigo de un hogar eminentemente católico, florece desde la cuna el azucenado varal de sus virtudes esclarecidas. Su padre, Clarencio Falconieri, es hermano de San Alejo, uno de los siete Santos Fundadores de la Orden de los Servitas de María. En una visita que éste hace a su familia, dice a la madre de Juliana: «¡Alégrate! Dios no te ha dado una niña, sino un ángel». Él mismo se encarga de iniciarla en las vías de la santidad.

Alma de tan exquisitas prendas como Juliana no podía avenirse con las ruindades de la tierra. Estas azucenas que florecen en las manos de Dios nacen para vivir recatadas en el jardín del claustro. Por eso se estremece como una violeta al saber que sus padres quieren desposarla con un noble y apuesto galán. La idea, tantas veces sugerida por San Alejo, de consagrar su virginidad a Dios, ha cautivado por completo su corazón. Llegada, pues, la hora de romper resueltamente con el mundo, Juliana manifiesta a su madre que renuncia a las ventajas terrenas que le brinda su elevada posición social, para unirse al divino Esposo con voto de castidad perpetua. Su santo tío la presenta a San Felipe Benicio —Prior General de la Orden— quien, por especial privilegio, la admite entre las Terciarias Servitas o Mantellatas, a pesar de tener solamente catorce años. El mismo San Felipe le da el santo hábito y recibe su profesión religiosa un año después, en la célebre iglesia florentina de «La Anunciata».

Desde este momento Juliana adopta un régimen austerísimo: cadenas de hierro, disciplinas sangrientas, ayunos rigurosos, cama dura y sueño escaso, son los puntos principales del nuevo plan de vida. Después de su muerte, las Hermanas quedarán asombradas al descubrir a raíz de sus carnes un cinturón metálico, tan incrustado, que apenas se puede arrancar. A veces siente tan vehementes ímpetus de amor divino y ansia; tales de sufrir por el Amado, que, perdido el uso de los sentidos, queda arrobada en sublime éxtasis. Entonces se la oye exclamar: «¡Ah, que nadie me arrebate del corazón a mi Amor Crucificado!». Desórdenes de los sentidos, imaginaciones impuras, desolaciones interiores, todo lo sufre con paciencia heroica, sostenida por la gracia divina. «¡Señor! — dice angustiada, un día de formidable lucha—; ¡Señor, cuánto sufro! Con todo, vengan, si te place, todos los tormentos del infierno, con tal que no permitas que te ofenda».

Acaso el mayor tormento de su vida haya sido el tener que aceptar la dirección del primer convento de la Orden; pero la obediencia y el deseo de servir a sus Hermanas triunfaron sobre la humildad. Treinta y cinco años desempeña Juliana este cargo, siendo en todo momento la Regla viviente para sus religiosas y modelo insuperable de todas las virtudes. Y después del maravilloso espectáculo de su tránsito dulcísimo —coda magistral a la sinfonía de su vida— aún seguirá lloviendo lirios de pureza, violetas de humildad, rosas de renunciación, auríferos claveles de caridad ardentísima. Y lloverá también muchos milagros, símbolo radiante de su santidad.

En él año 1737, el Papa Clemente XII inscribió en el catálogo de los Santos el nombre bendito de Juliana de Falconieri.