Homilía
de maitines
24 de junio
NATIVIDAD DE SAN
JUAN BAUTISTA
Forma
Extraordinaria del Rito Romano
Homilía
de san Ambrosio, obispo
Libro 2 de los comentarios
sobre san Lucas, c. 1
Isabel dio a luz un hijo y se
alegraron sus vecinos. El nacimiento de los santos produce la alegría de
muchos, porque es un bien general. La justicia es una virtud común; por esto,
en el nacimiento de un justo procede algún signo de lo que será su vida y se
designa la gracia de la virtud que ha de seguir prefigura en la alegría de los
vecinos. Con razón el Evangelista hace entrar en su relato el tiempo que el
Precursor estuvo encerrado en el seno de su madre, porque, si ello, la
presencia de María no hubiese sido mencionada. Y si, de otra parte, nade se
dice de su infancia, es porque no conoció las dificultades de la edad. De
suerte que nosotros sólo leemos en el
Evangelio el anuncio y el hecho de su natividad, los saltos de júbilo que dio
en el seno de Isabel y el eco de su voz en el desierto.
En efecto, puede decirse que no
conoció ninguno de los grados de la infancia aquel que elevándose, ya en el
seno materno, por encima de las leyes de la naturaleza, y adelantándose a los
años, empezó por tener medida de le edad perfecta de Jesucristo. El Santo
Evangelista hizo bien al prenotar que muchos creyeron que el niño debía
llamarse Zacarías, como su padre; a fin de que se observe que no desagradó a la
madre el nombre de alguno de la familia, sino que el Espíritu Santo le inspiró
aquél que el Ángel había anunciado ya a Zacarías. Y ciertamente que él no pudo
declarar a su mujer el nombre del hijo, sino que Isabel aprendió por
inspiración lo que no había aprendido del marido.
“Juan es su nombre"
–escribió el Padre, queriendo decir: no somos nosotros quienes le ponemos el
nombre, sino que ya lo ha recibido de Dios. Algunos santos han tenido el
privilegio de recibir de Dios mismo el nombre. Así, Jacob fue llamado Israel,
porque vio a Dios. Así, nuestro Señor mismo recibió antes de nacer el nombre de
Jesús, que su Padre, y no el Ángel, le impuso. Como ves, los ángeles no hablan
en nombre propio; transmiten lo que se les ha dicho. Si, pues, Isabel pronuncia
con tanta seguridad un nombre que su oreja no oyó, no te asombres por ello, ya
que el Espíritu Santo, que había enviado al Ángel, se lo sugirió.