BEATA MADRE
MARÍA ANTONIA BANDRÉS Y ELÓSEGUI
Nació
el 6 de marzo de 1898 en Tolosa (Guipúzcoa). Ingresó en el noviciado de las
Hijas de Jesús, en Salamanca, el 8 de diciembre de 1915, y falleció en olor de
santidad allí mismo, el 27 de abril de 1919, a los once meses de su profesión
religiosa y después de haber ofrecido heroicamente su vida por la conversión de
un familiar querido. Tenía 21 años.
"La beata María Antonia Bandrés y Elósegui
desde su juventud se ofreció a Dios, siguiendo fielmente los pasos de Madre
Cándida y viviendo de forma alegre y fervorosa su servicio al Señor. Los pobres
fueron sus predilectos: con ellos compartía ya de niña todo cuanto tenía. Lo
había aprendido de sus padres, que le enseñaron que el amor a los otros era un
deber, aunque ella supo llevar a cabo las obras de misericordia con sencillez y
naturalidad para que nadie se sintiera herido. El desprendimiento de sí misma y
de las cosas y el más completo abandono en la Providencia divina templaron su
fortaleza y su esperanza. Así preparó su alma para ofrecer su vida por alguien
a quien amaba y veía lejos de las prácticas de la fe.
Su testimonio debe ayudar a las jóvenes y a
los jóvenes a descubrir la belleza de la vida consagrada totalmente al Señor, a
comprender mejor el sentido de la oración y la fecundidad del sufrimiento,
ofrecido a Cristo por amor a los demás."
San
Juan Pablo II, en la homilía de su beatificación
“Como esta
no es la vida verdaderamente feliz, sino, por el contrario, la muy espinosa y
sacrificada, hemos de estar siempre dispuestos y esperando que la cruz nos
visite, y ¡dichosos de nosotros si sabemos con generosidad abrazarnos a ella!,
pues algún día ha de abrirnos las puertas de la gloria, donde nos abrazaremos
para no separarnos jamás. Entretanto, unidos todos en el Corazón de Jesús y
bajo el mando de María Inmaculada, sacrifiquémonos valientes, pasemos el
Calvario de esta vida miserable para llegar al Tabor feliz, en el cual Dios no
permita estemos ninguno separados”
“Es preciso
vayamos siguiendo el ejemplo del Crucificado, armándonos con la cruz para que,
peleando como verdaderos soldados de Cristo, contra el mundo, el demonio y la
carne, resucitemos gloriosos en la celestial Jerusalén”.
“Cada día
son mayores los desengaños de esta vida, a la que estamos tan apegados;
procuremos de una vez unirnos enteramente al crucificado y entregarle nuestra
voluntad, no queriendo otra cosa que lo que Él quiera y disponga. ¡Qué dulce es
sufrir con Jesús! Es verdad que cuesta mucho; pero no temamos, que Jesús será
nuestra fortaleza. ¡Ánimo!”
“Yo me
abrazo a la cruz, asida del manto de mi Madre, y me ofrezco a la humillación,
al sacrificio, a cuanto queráis, con tal que no me falte vuestro amor y gracia.
Quiero ser tu esclavita… Desde el amanecer, cuando me deje en manos de la
Santísima Virgen ofreciéndome para la cruz o cruces del día, diré: Madre
querida, haz que no desperdicie ni un segundo siquiera y que en este día me dé
de lleno a mi santificación y arrepentimiento”