jueves, 30 de enero de 2025

31 DE ENERO. SAN JUAN BOSCO, FUNDADOR (1815-1888)

 


31 DE ENERO

SAN JUAN BOSCO

FUNDADOR (1815-1888)

EL apóstol moderno de las juventudes obreras, la mayor maravilla del siglo —como a San Juan Bosco llamó Urbano Rattazzi—, el hombre que sublimó el trabajo y lo elevó a la categoría de ofrenda y oración, el Santo de la sana alegría, cuya mirada acaricia las almas, tuvo humilde cuna en el caserío de los Becchi, a cuarenta kilómetros de Turín. Desde parvulito, huérfano de padre, es el sostén de la familia, haciendo de gañán, espolique, sastre, cantor, músico, mozo de pensión, cerrajero, carpintero, camarero... Duro noviciado en el que se forja para un mañana heroico y sublime. A los nueve años tiene un sueño providencial que le abre la puerta misteriosa del porvenir: ve cómo un grupo de mozalbetes desarrapados se divierten profiriendo blasfemias y palabras soeces. Juan, airado, la emprende con ellos a golpes. Pero una voz le dice: «¡No, así no! Con caridad y mansedumbre los harás corderos». Su madre —Margarita Occhiena—, mujer de espíritu noble y fuerte, interpreta el milagroso sueño con celestial clarividencia y acierta a orientar su vida hacia los sentimientos más excelsos: «Dios quiere, sin duda, que seas sacerdote».

Así fue. El amor a Dios y al prójimo le marcó el camino que había de seguir y dio norma a sus ideales. Una voluntad férrea desbrozó la trocha pina de su ascensión. El párroco de Murialdo lo inició en las letras y, al cabo de dos años, pudo ya asistir a la escuela comunal de Castelnuovo, para seguir estudiando heroicamente. Amaba los libros con pasión. Al tiempo que cursaba latín, se perfeccionaba en sus raras habilidades de prestidigitador y de acróbata, que tan útiles iban a serle en el desempeño de su original misión. Así, tras una juventud pintoresca, en que las virtudes del estudiante y las genialidades del «futuro conductor de juventudes» constituyen una mezcla de incidentes dramáticos y graciosísimas anécdotas, entró en el Seminario, donde, para no desmentir su carácter, fundó la «sociedad de la alegría».

El 5 de junio de 1841 dice su primera misa el pastorcillo de los Becchi. El mismo día escribe en su diario: «El sacerdote no va solo al cielo o al infierno». Y se propone ser modelo en todo. Poco después lo vemos en Turín rodeado de golfillos o biricchini. En cierta ocasión ve que el sacristán maltrata a un muchacho que se niega a ayudar a misa. Don Bosco se le acerca sonriente, lo catequiza y le gana el corazón. Será el primer puntal para su obra. Pronto a este rapazuelo —Bartolomé Garelli— se juntan otros, atraídos por la gracia del joven y singular sacerdote. Él les enseña un oficio, les hace rezar el rosario, oir misa, recitar la doctrina… Luego los lleva al campo a divertirse y a dar cuenta de la rica «menestra» que mamá Margarita ha preparado. Así nacen los famosos Oratorios festivos.

La cruz es el sello inconfundible de las obras de Dios. A nuestro Santo no le faltan salpicaduras de barro, ni gotas de amargura. Su obra —abierta a todas las perspectivas de modernidad, dentro del más genuino espíritu eclesiástico— es calificada de audaz, y él mismo tenido por loco y revolucionario. Su optimismo, diplomacia y aguante admirable triunfan de todos los obstáculos. El propio Rey envía un donativo «para los pilluelos de Don Bosco». Además, el Cielo le protege con tantos milagros —sirva de ejemplo la aparición del famoso perro «gris» en momentos cruciales de su vida— que se le ha llamado con justicia el «Taumaturgo del siglo XIX». El Oratorio festivo se convierte en Oratorio de San Francisco de Sales: organismo permanente que es a la vez escuela, casa, templo, taller y salón de juego. En 1859 funda la Pía Sociedad Salesiana, que se propaga de forma impresionante; y en 1872 levanta otro monumento insigne: el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora, cuya primera superiora —María Mazzarello— es hoy santa. Más de trescientos mil niños de Europa y América son sacados del arroyo y entregados a la sociedad por Don Bosco y sus colaboradores. Este éxito sorprendente se basa en el llamado «Sistema preventivo», practicado actualmente en el mundo entero. Su fórmula mágica es: oración y trabajo, «sin engolfarse tanto que se pierda a Dios de vista». Sus armas: el amor, la alegría, el aire libre, la piedad... Nunca un castigo corporal, una reprensión dura. La prevención, el estímulo, el sentimiento del deber, la abnegación, la caridad, la formación de la voluntad, constituyen el método pedagógico legado a los Salesianos por su santo Fundador; método que en sus propias manos produjera ya una flor bellísima de santidad: Domingo Savio...

Don Bosco, «uno de los hombres más completos y absolutos que haya habido en la tierra» —en frase de Joergensen—, murió en 1888, a los setenta y dos años, completamente agotado y deshecho —según testimonio del doctor Combal—, porque el cumplimiento de su excelso lema: «Dame almas, Señor, y llévate todo lo demás», exigió a su celo impetuoso grandes privaciones y heroísmos, Pero ni su recuerdo ni su espíritu han muerto. Su obra admirable, inefable, sigue perpetuándose gloriosamente a través de sus Hijos, bajo el patrocinio de María Auxiliadora, como sólido baluarte de paz social. Todos los niños pobres del mundo tienen libre acceso a las aulas de estos «modernos» apóstoles que, esparcidos por el orbe —incluso en países de misión —realizan una labor meritísima y sobrehumana.