domingo, 19 de enero de 2025

20 DE ENERO. SAN SEBASTIÁN, MÁRTIR EN ROMA (+ HACIA EL 288)

 


20 DE ENERO

SAN SEBASTIÁN

MÁRTIR EN ROMA (+ HACIA EL 288)

NOS lo imaginamos siempre atado a un árbol y acribillado de flechas, con ese gesto místico y apolíneo ante la muerte —maravilla de gracia, de dolor y de oración—que supieron imprimirle un Bazzi, un Mantegna, un Ribera, un Greco o un Dosso Dossi. Porque es, sobre todo, a los artistas del pincel — sus grandes enamorados — a quienes debemos esa estampa única de belleza moral y física, que ha hecho del Apolo cristiano un símbolo de fe y virilidad, un héroe de los más grandiosos y populares…

Era un joven bizarro y victorioso, de ascendencia gala, nacido en Milán, oficial de una cohorte palatina, muy estimado de los Emperadores. Se llamaba Sebastián y era ardiente cristiano. Si Diocleciano le había llenado la casa de trofeos por su lealtad y bravura sin par, el papa San Cayo recompensará sus excepcionales servicios a la Comunidad romana concediéndole un título también excepcional: Defensor Ecclésiæ. Y esto es lo que no sabía el Emperador. No le eran desconocidos la bizarría, ni el trato cordial; ni la prudencia, ni la grandeza de alma, ni la simpatía desbordante de su Centurión. Estaba orgulloso de él y le había extremado la confianza por su conducta intachable en Palacio. Lo que ignoraba totalmente Diocleciano era que, bajo el atuendo militar del gallardo oficial latía un corazón cristiano, alentaba un alma de apóstol. No sabía que Sebastián, apoyado en su posición e influencia, se había constituido en brazo fuerte de sus correligionarios perseguidos; que entraba en los subterráneos de las catacumbas, que huía, siempre que podía, del coliseo y del anfiteatro; que hacía propaganda de su fe; que sostenía con su valiente palabra y con su ejemplo a los vacilantes; que derramaba en las cárceles el bálsamo de su caridad inagotable; que había convertido a los futuros Santos Marco y Marcelino, al primiscrínius Nicóstrato y su mujer Zoe —a la que, además, devolviera el habla después de seis años de mudez— al commentariensis Claudio y a sus dos hijas, a Tranquilino y a su esposa —padres de Marco y Marcelino—, al juez Cromacio, y a otros muchos.

No es fácil imaginarse el despecho y rabia del Emperador al saber todo esto que, para él, significaba la más negra de las traiciones a la Patria y al cariño que había depositado en aquel brillante oficial. Asombrado de que un cristiano hubiera podido llegar a ser el hombre de su confianza, estalló en una de aquellas sus cóleras tristemente célebres que poblaron el cielo de mártires. El expediente fue rápido, porque Sebastián confesó su fe con respetuosa altivez y se negó en redondo a dar culto a los ídolos. Diocleciano mandó asaetearlo inmediatamente. Un grupo de arqueros númidas —según las Actas llamadas de San Ambrosio— se encargó de cumplir la bárbara sentencia. Ataron al Mártir a un árbol y vaciaron salvajemente sus aljabas en los nobles miembros del atleta cristiano, que aceptó varonil el tremendo sacrificio, hasta que, acribillado, exangüe, su cuerpo se desplomó sin vida, como en el Ribera del Museo del Emperador Federico, de Berlín...

En realidad, Sebastián no había muerto, cuando se retiraron los arqueros. Por la noche, al ir a recoger el cadáver abandonado una piadosa viuda llamada Irene —hoy Santa Irene—, notó que latía en él un hálito de vida y, llevándolo a su casa, curó sus llagas. La leyenda ha querido ver aquí un milagro, y Rubens, por ejemplo, pinta al Mártir rodeado de ángeles, que le arrancan piadosamente las flechas y le curan con óleos divinos...

No. No había muerto. Pero había madurado para el martirio.

Conocedor de las puertas secretas del Palacio, a los pocos días penetraba secretamente en él y, erguido sobre la escalinata del mirador de Heliogábalo —según la leyenda—, detenía al aterrado Emperador.

—Pon fin a tu crueldad y no derrames más sangre inocente, si quieres vivir en paz, si quieres que perdure tu imperio. —¿Quién eres tú? ¿Eres, acaso, un resucitado?

—Soy Sebastián, el Centurión, a quien mandaste quitar la vida —respondió aquel hombre lleno de cicatrices—. Mi Señor Jesucristo me la conserva para que confiese su nombre y condene tu injusticia para con sus discípulos.

A una orden del Emperador, los maceros se lanzaron sobre Sebastián y le quitaron la vida a palos. Del hipódromo del Palacio imperial —donde hoy está emplazada la iglesia de San Sebastiano alla Polveriera— pasó el héroe al palacio eterno de la gloria, coronado con la diadema de su doble martirio. Los verdugos arrojaron su cuerpo a la cloaca Máxima, para impedir que los cristianos hicieran honor a los sagrados despojos, pero el Mártir se apareció a la piadosa matrona Lucina y le reveló su paradero, ordenándole sepultarlos en las catacumbas, a los pies de los apóstoles Pedro y Pablo: «et perduces ad catacumbas et sepélies in inítio cripta, juxta vestígia apostolorum...». Sobre este lugar se levantó una gran basílica en honor de San Pedro y San Pablo con él título de San Sebastián...

¡Oh Mártir invicto, a quien costó la vida el constituirse en Defensor de la Iglesia, guardadora de la verdad íntegra y pura! Fortalece y ensancha nuestro corazón, para que, venciendo toda clase de respetos y obstáculos humanos, confesemos, como tú lo hiciste, sin disfraces ni gazmoñerías y con todas sus consecuencias, nuestra fe divina.