19 DE ENERO
SAN FRUCTUOSO DE TARRAGONA
MÁRTIR (+258)
CRONOLÓGICA y jerárquicamente —nota Riber— es casi seguro que en España comenzaron los martirios por Tarragona y por su obispo Fructuoso. Era menester que la persecución se inaugurase por la Arx ibera, capital de la mayor parte de las Españas, y que el juicio comenzase por la Casa de Dios...».
Las Actas auténticas de la pasión de Fructuoso y sus dos diáconos, Augurio Y Eulogio —conocidas y comentadas por San Agustín en la misma recensión que ha llegado a nosotros—, constituyen uno de los documentos más preciosos y venerables de la antigua Iglesia española. Todo en ellas tiene añejo sabor. Los estudios de Tillemont y Allard —máximos historiadores de las persecuciones— confirman de un modo absoluto la autenticidad y contemporaneidad de estas Actas. El gran cantor de los mártires hispanos, Aurelio Prudencio —que florece, probablemente, en el 348— no sólo las conoció, sino que «sobre su austeridad simple y verídica, él enarboló la festiva flámula de un himno —VI del Peristéphanon— que es a la vez el más caldeado elogio en loor de Tarragona»
¡Oh, Fructuoso! La feliz Tarraco
levanta su cabeza que relumbra
Con tu hoguera y la de tus levitas.
Benigno Dios contemple alos hispanos,
pues otorgó a la acrópolis ibera
la omnipotente Trinidad, tres mártires...
¡Oh triple honor, oh triplicada alteza
con que nuestra Ciudad puja su frente
sobre todas las urbes de la Iberia!...
Día vendrá, del mundo en la ruina,
en que te hará Fructuoso, oh, Tarragona,
libre del grave judicial incendio.
El torbellino que se llevó a estos Mártires proceros fue la persecución decretada por Valeriano el año 257. Dirigida especialmente contra la jerarquía eclesiástica —contra los duces factionum— mandaba el Emperador que todos los obispos, presbíteros y diáconos fueran sometidos a la prueba de la abjuración de su fe, y a cuantos se resistieran se les decapitase inmediatamente: incontinenti animadvertantur.
He aquí lo que, en extracto, dicen las referidas Actas:
«Imperando Valeriano y Galieno, bajo el consulado de Emiliano y Baso, a los diecisiete días de las Calendas de febrero, en día de domingo, fueron presos el obispo Fructuoso, y Augurio y Eulogio, diáconos. Habíase ya recogido en su cámara el obispo Fructuoso, cuando se dirigieron a su casa los beneficiarios del pretor; es a saber: Aurelio, Festucio, Elio, Polencio, Donato y Máximo. Al oir aquel tropel de pasos, el Obispo se levantó y salió a recibirles descalzo. Los soldados le dijeron: «Vente; el Gobernador te llama, con tus diáconos». El obispo Fructuoso les respondió: «Vámonos; pero, si os place, dejadme calzar». Replicaron los soldados: «Cálzate, si quieres». Y perseveraron en la cárcel durante seis días; y a los doce días de las Calendas de febrero, que era un viernes, fueron excarcelados y oídos. El gobernador Emiliano dijo: «Traedme acá al obispo Fructuoso, y a Augurio y Eulogio». Los oficiales respondieron: «Aquí están». El gobernador Emiliano dijo al obispo Fructuoso: «¿Oíste lo que los Emperadores decretaron?». «No sé qué decretaron; pero soy cristiano».
Augurio y Eulogio, enardecidos con el ejemplo y las vehementes palabras del Obispo — «Estad firmes conmigo, pues tenemos preparada una palma» — confiesan a Cristo con la misma bravura.
Emiliano sentenció que los tres fuesen quemados «en violentos fuegos». El Pontífice vio a algunos «hermanos» que, movidos de «fraterna caridad», le ofrecían unas mixturas de vino aromático; más él lo rechazó diciendo: «Aún no es hora de romper el ayuno». No quería que le confundiesen con aquellos «mártires ambiguos» de que habla Tertuliano.
«Y habiendo llegado al. anfiteatro Fructuoso y sus diáconos —prosiguen las Actas—, impetuosamente se acercó a él un lector suyo llamado Augustal, pidiéndole con súplicas encarecidas de lloro que le permitiera que le descalzase. El bienaventurado mártir respondió: «Apártate, hijo mío, que yo mismo me descalzaré». Y descalzado, allegóse a él uno de nuestros hermanos de milicia, de nombre Félix, y tomó su mano derecha pidiéndole que se acordara de él. Y Fructuoso le respondió esto que todos oímos: «Es menester que en estos momentos tenga yo en la memoria a la Iglesia Católica, esparcida desde el Oriente hasta el Occidente».
«Uno de los timbres más gloriosos de la Iglesia española — escribe el Padre Villada— ha sido siempre su catolicidad». Como se ve, nos viene de casta. El ejemplo de este santo Obispo —sacerdos Dei por excelencia—, que, al ofrecer el supremo sacrificio de la vida, se levanta por encima de la ingenua piedad de uno de sus fieles y dilata su mirada a la Iglesia Universal, es magnífico y de incalculable valor.
Los Mártires fueron quemados vivos, atados a unos postes, el día 19 de enero del 258. «Y la vida de ellos, vaporizada por el fuego, desvanecióse como un incienso y subió en una varilla de humo ante el acatamiento del Señor; Y olió el Señor aquel olor de suavidad».
Sobre sus cenizas brotan inmediatamente los prodigios — los solita magnália—. Dos cristianos de la casa del prefecto —Babilán y Mignodio— los ven subir gloriosos al cielo, gracia que obtiene también la hija de Emiliano; pero éste «no fue digno de verlos».
¡Felices las almas a las que ha cabido en suerte subir por el fuego a los alcázares de Dios!...