martes, 7 de enero de 2025

8 DE ENERO. SAN SEVERINO, APÓSTOL DE AUSTRIA Y HUNGRÍA (+ 482)

 


08 DE ENERO

SAN SEVERINO

APÓSTOL DE AUSTRIA Y HUNGRÍA (+ 482)

PEREGRINO soy del reino de los cielos; esa es mi patria y mi ansia toda» —había dicho aquella voz enigmática y arrebatadora —verdadero «terremoto espiritual» — que se alzó a mediados del siglo v en las riberas del Danubio, tronando penitencia y sobrecogiendo a las provincias de Nóricum y Pannonia —Austria y Hungría— con el estruendo de sus milagros y profecías…

En Cumana se decía que era un fugitivo de Astura, cuya ruina había profetizado; pero nadie supo jamás el nombre ni la patria de aquel enviado de Dios, conocedor de Egipto, Bizancio, Antioquía y Jerusalén, que parecía haber salido de las mismas entrañas de la tierra.

—Padre Santo, ¿de dónde se ha dignado el Señor enviarnos esta luz?

—Si creéis que deseo sinceramente la patria celestial, ¿qué puede importaros el conocer mi patria terrena?

Le llamaron Severino. Y con ese nombre pagó a la historia.

Año 454. Átila, el Azote de Dios, acaba de morir. Los bárbaros —en orgía de conquista— se derraman por el valle del Danubio. El Imperio milenario, viejo y carcomido, se desmorona entre ruinas inmensas. El presente es catastrófico; el porvenir, espeluznante. En medio del tremendo caos sólo la Iglesia se alza como baluarte seguro, con su promesa indefectible de eternidad; y de su seno surgen hombres esforzados y ardidos misioneros que anuncian a los pueblos aterrados la paz de Dios...

Tal este personaje misterioso y fascinante —foco de viva luz, mensajero celeste, nuevo Bautista— que, con admiración de bárbaros y romanos, se establece en las fronteras nórdicas del Imperio, erige un monasterio cerca de la ciudad de Viena y empieza a predicar penitencia y reforma de vida como único mensaje salvador.

Nadie le hizo caso hasta que sobrevino la destrucción de Astura, por él vaticinada. Entonces, los habitantes de Cumana, ante el inminente peligro, le escucharon cual a otro Jonás. Los bárbaros llegaron, en efecto, a las mismas puertas de la Ciudad; más un súbito terremoto los puso en precipitada fuga. Hubo un clamor de júbilo: «¡Milagro! ¡Milagro!».

Desde este punto, la celebridad del desconocido Libertador se extiende por todas partes: las ciudades se disputan el honor de tenerlo dentro de sus muros; las gentes se acercan confiadas a este Heraldo de la divina misericordia, que camina sobre la nieve con los pies desnudos, que nada pide ni a nada aspira, que ayuna semanas y meses, que predica de sol a sol y, al caer la tarde, se retira a descansar sobre la dura tierra.

Día a día va creciendo el éxito de la singular misión y el prestigio de este simple cenobita, de este intrépido misionero, de este improvisado capitán, que con la sola fuerza de su ascendiente moral logra imponerse a invasores e invadidos para salvarlos a todos. Su palabra milagrosa deshiela el río por donde ha de abastecerse la ciudad de Labiana, foguea los corazones, impone orden en las conciencias, restablece la disciplina en el ejército. Nunca se ha podido decir con más verdad que por donde pasa un santo pasa Dios. El influjo irresistible que Severino ejerce sobre los pueblos y las almas es del todo sobrenatural, Se le admira, se le venera, se le teme; y donde no, sobreviene la ruina, como sucede en Batavis y Foviacum. Su caridad no tiene límite: aconseja a los poderosos, ayuda a los humildes, conjura las calamidades públicas con sus profecías y milagros. Con idéntica libertad de espíritu amonesta a los reyes y a los pecheros. Durante treinta años es el alma de aquellas fronteras tan castigadas, y sus monasterios, especialmente los de Fabiana y Boetro, son fortalezas de penitencia y pararrayos de las iras divinas.

Cierto día se presenta ante él un joven adiano, alto y rubio, vestido con piel de carnero. Severino le mira de pies a cabeza y le profetiza: «Hoy te cubres con pieles de animales; pronto repartirás los despojos del mundo». Aquel joven era Odoacro, jefe de los hérulos, como se sabe.

«Hombre de Dios —le dice una vez la Reina de los rugios—, vete a rezar a tu celda y déjanos hacer lo que queramos con nuestros esclavos». Pero el rey, Fleteo, lo estima mucho, por más que no deje de andar en flores. Y cuenta el abad de Lucullano, San Eugipio —biógrafo y sucesor de Severino—, que, estando el Santo para morir, manda llamar a Fleteo y a Geisa, y, poniendo su mano temblorosa y milagrosa sobre el pecho del Monarca, dice a la Reina:

— ¿Estimáis, Señora, esta alma más que el oro y las joyas?

—El Rey, mi Señor, es también mi mejor tesoro.

—Si así es, cesad ya de oprimir a los siervos de Dios, para no incurrir en la ira del Omnipotente. Ahora que vuelvo a mi Señor, os pido que en adelante hagáis honor a vuestro nombre practicando la justicia.

Luego, predijo la aurora de la anhelada paz...

Tras esta patética y emotiva escena, dice Eugipio que el gran Apóstol ya sólo muerte liberadora vino a repatriar su alma dulce y heroica, signó todo su cuerpo con la señal de la cruz, mientras recitaba el salmo Laudate Dóminum in sanctis ejus, canto celestial. Al concluir el último verso: «Todo espíritu alabe al Señor», entregó el suyo mansamente. ¡Era ciudadano del cielo!

Hungría, Austria y la ciudad de Viena le honran por Patrono.