01 DE FEBRERO
SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA
OBISPO Y MÁRTIR (+HACIA EL 110)
EL que quisiere salvar su vida, la perderá, y aquel que por Mí perdiere su vida, aquel la ganará». El eco de estas palabras de Cristo tuvo resonancias profundas y eficaces en el alma apasionada de San Ignacio, tercer obispo de Antioquía después de San Pedro, una de las tres más fúlgidas estrellas que iluminan la Iglesia post apostólica, el Teóforo —hombre que lleva a Dios—, símbolo de la sublime entereza cristiana frente a la muerte, de aquella hermosa actitud de los mártires que el genio irreverente de Luciano de Samosata parodió sacrílegamente en su Muerte de Peregrino…
No existe una biografía ordenada y auténtica de su vida. La época anterior a su martirio, especialmente, se apoya sólo en conjeturas. Y las Actas del mismo, que se presentan escritas por testigos oculares, merecen también poca fe, pues, si es cierto que Ruinart las puso entre las «sinceras», modernamente se ha demostrado que pertenecen al siglo IV o V. Sabemos que ha sido discípulo de San Juan Evangelista, y tenemos, eso sí, el incotizable documento de sus Cartas, vivo reflejo de su alma grande y de su corazón abrasado en el amor del martirio por Cristo, término, en sus días, de las más altas ambiciones: Ad astra dolóribus itur.
Sus hirvientes ansias hallaron, al fin, eco propicio en el Cielo, que «le cumplió los deseos de su corazón y no defraudó la petición de sus labios», como dice el Tracto de la Misa. En el año 107 del Señor, Trajano —cuya pacífica persecución causa a la Iglesia un malestar profundo, febril—lo condena a morir despedazado por las fieras en el anfiteatro de Roma— ¿en el Circo Máximo? sin que sepamos la causa inmediata de esta determinación del gran Emperador. Acaso por alguna denuncia, o por fanatismo del gobernador, o con motivo de alguna revuelta popular.
El viaje de San Ignacio de Antioquía a Roma reviste todas las apariencias de una verdadera apoteosis. A su paso por las costas de Asia Menor, de Macedonia e Iliria, recibe la aclamación unánime de todas las Comunidades cristianas, las ciudades le envían diputados y las gentes se atropellan en los puertos por verle y recibir su postrera bendición. Es una prueba de su indiscutible prestigio. En la Carta dirigida a los romanos nos habla el Santo de esta travesía que, si fue un triunfo para la Iglesia, para él no tuvo nada de feliz. «En tierra y en mar, de día y de noche, tengo que combatir contra las bestias, pues estoy atado a diez leopardos, si así puedo llamar a los soldados que me vigilan, y que se muestran tanto más perversos cuanto más bien se les hace. Gracias a ellos voy entrenándome para la lucha que me espera en el anfiteatro». En Esmirna se detiene más tiempo y conoce a San Policarpo. Desde aquí escribe cuatro Epístolas a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Tralles y Roma. Y otras tres desde Tróade: a San Policarpo, a la comunidad de Esmirna a la de Filadelfia. Su estilo, vehemente y desigual, sigue los impulsos de la caridad más bien que las reglas gramaticales. Se diría que la pluma no alcanza a expresar la sublimidad de las ideas. Son palabras de fuego, de una profundidad y patetismo incomparables: palabras llenas de humildad, de celo, de amor a Cristo, a la Iglesia y a los hombres, que constituyen las delicias de las almas nobles y generosas. No poseemos un relato auténtico de su martirio; pero en este desahogo espontáneo de sus Cartas —repetimos— deja constancia de un espíritu vigoroso que sabe aceptar la muerte con serena entereza, con impar heroísmo cristiano, muy distinto del grosero y cínico estoicismo de Samosata. Su viva fe en la presencia de Cristo en los mártires —Christus in mártyre est, según la fórmula feliz de Tertuliano— le comunica una fortaleza sobrehumana, hasta el punto de que el temor más grande que siente el generoso anciano es el de que sus amigos de Roma, con cruel oficiosidad, traten de sustraerle al suplicio. «Yo os conjuro — les dice— que no tengáis conmigo una bondad impía. Dejadme que sea pasto de las bestias y seré hallado puro para Cristo. Rogad a Cristo por mí a fin de que, triturado por estas muelas, yo sea un sacrificio a Dios... No me quitéis la vida dejándome en el mundo. La posesión de todos los reinos de la tierra no podría hacerme más venturoso». Y a los de Magnesia les amonesta: «Si no estamos por Él dispuestos a morir en su Pasión, su vida no está en nosotros». Y aún llega a afirmar que, si hace falta, él mismo azuzará a las fieras para que lo sacrifiquen como trigo de Jesús.
Cuando Ignacio llegó a Roma, las fiestas sigilares tocaban a su fin. El anfiteatro abría por última vez sus puertas a aquel pueblo frenético, ávido de emociones hondas, sediento de escenas sangrientas. El Obispo entró en la arena. Los bramidos de los leones hambrientos se mezclaron y confundieron con los gritos y aplausos de una muchedumbre soez. El venerable anciano, al ver acercársele las fieras, sin inmutarse, sereno y majestuoso a la vez, atrincherado, inviolable en el castillo interior de su alma unida a Dios, dobló las vacilantes rodillas y exclamó: «Trigo soy de Dios y debo ser molido por los dientes de los leones». Sobre la arena enrojecida sólo quedaron unos cuantos huesos dispersos, envueltos en una nube gloriosa, porque «aquellos que han padecido por la ley santa —se dice en el Pastor Hermas—, llevan coronas en su frente» …