24 DE ENERO
SAN TIMOTEO
OBISPO Y MÁRTIR (SIGLO I)
CUANDO el año 46 franqueaba San Pablo las puertas de Listra, en Licaonia, ignoraba la grata sorpresa que allí le esperaba Fue una especie de compensación providencial a sus recientes trabajos y persecuciones por Cristo.
Va el Apóstol desjarretado, medio muerto, porque acaba de ser insultado y apedreado por la chusma en la vecina Iconio. Dios guía sus pasos a la casa de una familia judía, compuesta por una anciana venerable, llamada Lois, su hija Eunice y el hijo de ésta, Timoteo: verdaderos israelitas, amantes de la Ley de Moisés, a los que, ya al final de su vida, recordará Pablo con emocionada ternura por «la fe sincera que guardaban en sus corazones». La semilla evangélica, sembrada por el Apóstol con su arrebatadora elocuencia, cala pronto en estas almas sencillas, abiertas con franqueza de corazón a la verdad. Los tres abrazan con entusiasmo la doctrina de Jesús y reciben el Bautismo. Aquel hogar sería el núcleo de la futura comunidad cristiana de Listra. Así lo esperaba el Santo que, al ser nuevamente arrojado y perseguido por los judíos venidos de Iconio y Antioquía, marchaba de la Ciudad bendiciendo a Dios...
Un lustro después vuelve Pablo a Listra y se encuentra con un cuadro sorprendente: el germen por él plantado ha prosperado prodigiosamente en número y fervor; y el alma de todo ha sido Timoteo, joven de veinticinco años, pero «transformado en hombre perfecto y constituido en la plenitud de Cristo». Esto sobrepasa sus más ambiciosas esperanzas. Ansioso de asociarlo al ministerio del apostolado, se informa bien de su vida y actividades, recogiendo los más encendidos elogios, tanto en Listra como en Iconio y Derbe. Presintiendo que el Señor «va a devolverle con Timoteo lo que le quitara con Bernabé», le lanza la atrevida proposición, que el joven acepta con clara alegría, con espontánea docilidad. El Colegio presbiterial le impone las manos, y sobre él desciende el espíritu de Jesús, «espíritu de fortaleza, de amor y de sabiduría».
Y ya desde este momento la carrera de ambos se confunde, porque Timoteo acompaña a Pablo a todas partes, convertido en su propia sombra, o —dicho con palabra del Apóstol— en «su verdadero hijo, su hijo amantísimo y fiel en el Señor, partícipe de su espíritu, su alma misma, su otro yo, su hermano, su colaborador, el esclavo de Jesucristo, el ministro de Dios, el imitador perfecto de sus virtudes apostólicas, el iniciador de su método misional». El maestro es el amor ardiente, el celo insaciable, el corazón audaz para quien el mundo resulta estrecho; el discípulo, todo lo contrario: tímido, impresionable, reservado; pero dócil, sincero y fiel, y capacitado, por su pureza y elevación de miras, para comprender al Apóstol y adaptarse al ritmo de su actividad pasmosa. Juntos constituirán, completándose, el tipo perfecto, ideal, de apóstol.
La primera providencia de San Pablo —¡qué amplitud de criterio, qué fina diplomacia!— es la de circuncidar a Timoteo, para que pueda hablar en la sinagoga y predicar a los israelitas, por ser éste de matrimonio mixto. Solventada esta dificultad, comienzan sus andanzas misioneras en gran escala, colaborando con el Apóstol en la fundación de las principales Iglesias de Asia y Grecia, haciendo para con él de enfermero, confidente y secretario, y soportando a su lado, siempre alegre, las duras pruebas de la predicación. En Filipos, los refractarios judíos encarcelan a Pablo, que es liberado milagrosamente; pero tiene que huir de la Ciudad. Timoteo queda al frente de aquella comunidad fervorosa. Esta prueba de confianza se repite en Tesalónica y Corinto. Sin embargo, las ausencias son esporádicas y breves, forzadas por necesidades ineludibles, pues a ninguno le sufre el corazón una separación prolongada. Además, Timoteo, por su carácter, necesita el incentivo de un alma de fuego como la del Apóstol. Éste vé en su amado discípulo el báculo de su ancianidad, el hijo fiel que le sirve siempre con afectuosa e incansable ternura. «No hay nadie —dice— que esté tan unido a mí de corazón y de espíritu».
En la primavera del 55 viajan juntos a Jerusalén y Cesarea, en donde San Pablo permanece dos años cautivo, hasta que, apelando al César, es conducido a Roma. Las Actas no dicen si Timoteo le acompaña; pero en el 65 ya está en la Capital del Imperio, pues su nombre figura junto al de Pablo en las Cartas. Presintiendo el Apóstol su fin cercano, consagra obispo a Timoteo y lo envía a Éfeso. Allí recibe la última epístola del maestro, preso en Roma. Es una carta dolorida y valiente —testamento apostólico de San Pablo y verdadero código del ministerio pastoral—, en la que la ternura del padre se junta a la solicitud del pastor; un documento inestimable que autorizará en lo sucesivo las enseñanzas del dilecto discípulo. «Carísimo: Predica la divina palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, ruega, amonesta con toda paciencia y doctrina. Vigila, trabaja en todo, haz obra de evangelista, cumple con tu ministerio, que yo voy a ser derramado como libación y el tiempo de mi partida es inminente...».
Con la muerte de San Pablo, la figura amable de Timoteo se esfuma de las Actas. Eusebio de Cesarea cree que murió mártir en Éfeso, cumpliendo así con su acostumbrada y sencilla docilidad la última recomendación de su maestro: «Lucha el noble certamen de la fe, conquista la vida eterna…»