10 DE ENERO
SAN PEDRO URSÉOLO
DUX DE VENECIA (928-987)
EN la hagiografía cristiana abundan los casos de capitanes famosos, de ilustres gobernantes, dé príncipes, de reyes, de grandes triunfadores en todas las jerarquías de la escala social, que, renunciando a su elevada posición o a su fama, bajaron del solio de su grandeza y fueron a esconderse entre las paredes de un convento. El ejemplo de San Pedro Urséolo, que Io dejó todo para seguir, sobre las huellas sangrientas de Cristo, este camino áspero y luminoso, no es el menos aleccionador y fecundo…
En el monasterio benedictino de San Miguel de Cuxá —en el Rosellón—, célebre por haber sido favorecido por Carlomagno y, sobre todo, «porque llenó de santos el mundo entero», todavía se muestra al visitante la humilde celda donde se santificó este gran siervo de Dios. Verdaguer pudo cantar:
«¡Oh, cielo de Cuxá! ¿Con cuántas estrellas no te enjoyaron el abad Garín, Pedro Urséolo, el gran asceta Marino y el eremita Romualdo? Nunca vio el Rosellón en lo más glorioso de su historia tan espléndida constelación de lucientes astros».
¡Pedro Urséolo!: aquel gran Dux de Venecia, que forjó el bienestar de su pueblo con una política limpia y una vida sin tacha; que ordenó la hacienda pública, reguló los impuestos, instauró la paz, estatuyó la economía, fomentó el trabajo; el alma de la Serenísima República, que firmó las paces con Otón II y secundó a la Pulla contra los musulmanes; el que prohibió la venta de esclavos, favoreció las peregrinaciones, construyendo a sus expensas hospitales y alberguerías, restauró la grandiosa Basílica de San Marcos y se ganó el corazón de los venecianos por su regimiento, justicia, sabiduría y caridad.
Siglo X, Aún no ha sonado en Venecia el grito escandaloso «siamo veneziani; poi cristiani», ni ha cambiado el oro el color de la Perla del Adriático; todavía fondea en sus canales la góndola de la fe, cuando —un día del año 928— nace el futuro Dux en el palacio de los Ursoni. Acerca de los primeros pasos de Pedro Urséolo, la Crónica Veneciana sólo nos dice que su educación fue confiada a maestros «sapientísimos, prudentísimos y piadosísimos». Cosa que no se puede poner en duda, al verle escalar, en la flor de los años, la suprema magistratura de la República. Fino diplomático, su trayectoria política es rectilínea, bien definida: instaurar la paz al amparo de la justicia. Una diplomacia de estilo netamente evangélico, que tiene como complemento aquel principio fundamental que Cisneros concretó en una frase lapidaria: «Rezar también es gobernar». De la fortaleza de su brazo pueden hablar los piratas de Narenta; de la rectitud de su vida y actuación, todos los venecianos; de su caridad, todos los necesitados.
El prestigio de la integridad y tacto político de Pedro. Urséolo traspasó las fronteras venecianas, dándose el caso de que los mismos gobernantes extranjeros iban a someter a su juicio las empresas difíciles. Claro que tampoco faltaron las imputaciones calumniosas, por parte, especialmente, de «la oposición», del partido de Candiano; y el odio y la envidia, armaron también el brazo asesino contra él, en un frustrado intentó criminal.
¡Qué poco conocían a Pedro, hombre despojado de toda ambición terrena, en cuyo espíritu latían íntimos anhelos, no sólo de alejarse para siempre de aquella política llena de trampas y desengaños, sino aun del mundo! Hacía tiempo que meditaba la manera de dar cauce feliz a sus ansias recónditas de soledad y perfección. ¡Si conocieran sus entrevistas clandestinas con los anacoretas. Marino y Romualdo!...
En septiembre del 978 el Dux se encontró providencialmente con el abad Garín, y la llamada interior se hizo irresistible. Ordenó los negocios de Estado y tomó — ¡cómo comprender hoy esto! — la inquebrantable decisión de huir secretamente a San Miguel de Cuxá. ¡Parece leyenda aquella salida nocturna, de fugitivo, en furtiva navecilla! La ingenua aventura estuvo a punto de fracasar, si no es que el Cielo gobernaba el timón.
Sólo diez años vivió el gran Dux de Venecia en el célebre monasterio, y se le considera como uno de sus más rutilantes astros. Ya empleado en trabajos manuales, ya sacristán, pero siempre humilde siervo de los siervos de Dios era —dicen sus biógrafos — «un serafín cuyo corazón, cual soplo amoroso, ascendía hasta el cielo». ¡Qué elevado misticismo! ¡Qué fogata de amor! Diríase que tenía prisa por recuperar lo que él llamaba «tiempo perdido». En todos sus actos se descubre este ideal fijo, obsesionante, actuando —luz y estímulo— su voluntad heroica. No quiso más asideros que el de una penitencia espantosa, que raya en lo inconcebible cuando el demonio le tienta, haciéndole creer que su presencia en Venecia es indispensable, o cuando Pedro ofrece al abad sus espaldas desnudas, diciéndole:
«Azotadme, Padre mío, pues no he sabido resistir al enemigo», o cuando se retira- solo a una cueva y recibe allí, con el corazón hecho jirones, la visita de su hijo único...
Pero la naturaleza no es de hierro. Fue preciso reintegrarlo, exhausto, a su celda monacal, en la que expiró dulcemente —en el mediodía exacto y maduro de su existencia— el 10 de enero de 987, repitiendo las palabras de Cristo agonizante: In manus tuas, Dómine, commendo spíritum meum.