09 DE ENERO
SAN JULIÁN, SANTA BASILIA Y COMPAÑEROS MÁRTIRES
(+ HACIA EL 312)
URDIMBRE de maravillas, la vida de estos Santos se parece a una partitura que empezara con un lento pianísimo, para terminar—in crescendo— en un final apoteósico de marcha triunfal. Es una historia verídica y conmovedora, plena de emociones, enjoyelada de amores divinos, aureolada de milagrosas victorias: la eterna lucha entre la bestia y el ángel, entre el vicio y la virtud, entre la verdad y la mentira, entre la luz y las tinieblas, entre Dios y Belial...
Todo el que ame la verdad, la belleza y la santidad, debe dar gracias a Dios, por haber concedido al mundo el insigne favor de ser testigo de este hermoso ejemplo de pureza y fortaleza.
La Leyenda de Oro dice que Julián era originario de Antioquía de Sitia. No obstante, los críticos modernos —apoyados en la Menología de Canisio y en el Martirologio jeronimiano— opinan que hay aquí una confusión, debida, probablemente, al copista Mártir hospitalario. Los datos, en cambio, relativos a su ascendencia cristiana y noble, a su educación fervorosa y austera, a su exquisita formación clásica, a su afición por los estudios, paulinos y los relatos martiriales, a su candor de lirio, a su temprano voto de castidad, a sus desposorios, etc., son más seguros, lo que no quiere decir que estén totalmente exentos del polvillo encantador de la leyenda. El hecho capital, indiscutible, que da nervio a la semblanza, es éste: Julián fue un joven apasionado de la verdad, supo hallarla en la Religión cristiana en sus más altas y puras manifestaciones, y la defendió —cara al martirio— en una época de ciega persecución.
Sus ilustres progenitores cifraban en él las esperanzas de sucesión y establecimiento de la familia. Se le propuso un enlace ventajoso, capaz de llenar todas las exigencias sociales. Las mejillas del pudoroso joven se tiñeron de carmín al escuchar semejante proposición, por otra parte, tan natural. ¿Cómo compaginar la obligación de su sagrado voto con el deber de la obediencia paterna? Dios le deparó un ángel de candor y hermosura: una doncella de gran linaje, enamorada también de la pureza.
—¿Qué perfume tan delicioso es este? —inquiere asombrada Basilisa al entrar en la cámara nupcial— ¿Qué rosas y azucenas son éstas que florecen en medio del invierno?...
—El aroma de cielo que se percibe es el buen olor de Cristo, amador de la castidad virginal. Si quieres gozar de él, ofrezcámosle nuestra pureza.
Julián y Basilisa, postrados, hacen su inmolación. El aposento se inunda de luz. Dos ángeles colocan sendas coronas sobre la cabeza de los recién desposados. Un anciano les presenta un libro con el que están escritas en oro las divinas promesas, mientras un coro de espíritus celestes canta la victoria de la castidad... Así fue aquella noche de bodas, maravillosa y dulce. El aguijón de la carne no precipitaría jamás los latidos de sus corazones, unidos, como sus almas, en la más santa amistad.
Sus padres les dejaron al morir una gran fortuna. que fue el tesoro de los pobres. Julián y Basilisa, separados por mutuo acuerdo, hicieron de sus palacios casas de oración y caridad. Caridad espiritual y corporal. Las Actas los llaman Hospitalarios.
Estamos en tiempos de Maximino Daia, azote de la honestidad y verdugo de Santa Catalina de Alejandría. Basilisa no conoce la procacidad de sus manos envilecidas, porque un coro de vírgenes se la lleva al cielo. Pero a Julián le brinda Cristo la ocasión de poner a prueba su fe. Denunciado por cristiano ante el gobernador de Antinoe, Marciano, es compelido a ofrecer el sacrificio ritual. Él se niega rotundamente, y sus espaldas conocen el tremendo suplicio de la flagelación, mientras de sus manos puras brotan los más estupendos milagros: resucita a un muerto —el mártir Anastasio — derriba las estatuas idolátricas y devuelve a un verdugo la vista del cuerpo y la del alma, pues se confiesa cristiano y es bautizado con su propia sangre. Marciano, obstinado, ciego de ira, niega la luz que le deslumbra. Atribuyendo los prodigios a nigromancias del Santo, manda pasearlo por las calles, aherrojado. Entonces sucede un nuevo portento. El niño Celso, hijo del gobernador, ve a Julián en angélica compañía, y se arroja a sus pies gritando: «¡También yo quiero ser cristiano!»
Marciano, frenético, manda encerrarlos en sórdida mazmorra. La voz deslumbradora del milagro sigue llamando a su corazón empedernido: los fétidos olores se truecan en perfume de rosas, convirtiéndose no sólo los carceleros, sino la misma esposa del gobernador, Marcionila.
Los soldados fueron todos degollados. A Julián y a sus compañeros los llevaron al anfiteatro. Las fieras, al lamer sus pies, y las llamas, al acariciar sus cuerpos, seguían tejiendo la trama de aquella historia increíble y maravillosa, como si Dios quisiera dar tiempo a los ángeles para preparar tantas coronas. Sólo cuando todo estuvo a punto en el cielo, consintió fuesen decapitados. Sus cabezas, coronadas, cayeron sobre la arena como un obsequio de gratitud...
San Eulogio —en su Memorial de los Santos— exhortará a los cristianos cordobeses con el ejemplo de Julián y Basilisa, triunfadores de su cuerpo y de los más crueles tiranos.