miércoles, 22 de enero de 2025

23 DE ENERO. SAN ILDEFONSO, ARZOBISPO DE TOLEDO (+669)

 


23 DE ENERO

SAN ILDEFONSO

ARZOBISPO DE TOLEDO (+669)

LA Virgen Nuestra Señora dispensó tan inusitado favor a su juglar, caballero y Capellán, San Ildefonso —auténtica canonización en vida— que nos obliga a darle un puesto de honor entre las más bellas flores que esmaltaron el suelo sagrado de España.

Conviene, sin embargo, recordar, que el celestial favor de la Señora —salvada la distancia de su maternal largueza— correspondía a unos servicios excepcionales por parte del Coronado leal: figura ilustre de su siglo, sabio eminente, apóstol denodado, teólogo, místico y poeta, paladín de la Virginidad de María y de la unidad nacional, sol de España y español sin par, que rasgó la cerrazón arriana con su pluma acerada, llameante de amores, y con el ejemplo vivificante de una vida inmaculada, admiración de sus contemporáneos...

Se ha querido negar a San Ildefonso su ascendencia hispana. Menéndez y Pelayo alzan su voz autorizada para decirnos: «El nombre de Ildefonso pudiera parecer godo; pero los de sus padres, Esteban y Lucía, no permiten dudar de su abolengo latino». La casa del Conde de Orgaz, en la imperial ciudad de Toledo —hispanismo medular — le da cuna prócer a principios del siglo VII. Es el regalo con que Dios premia las oraciones de su cristiana madre, que Io consagra a la Virgen aún antes de nacer y lo educa para santo, vertiendo en su espíritu privilegiado las mieles más puras de la fe y del amor. Sus maestros sqn otras tantas glorias nacionales: San Eladio, San Eugenio III — tío suyo— y San Isidoro de Sevilla. También él, sobre sus huellas, llegará a ser gloria preclara de España, aunque no lo piense así su padre cuando, con la espada desenvainada por un amor mal entendido, intenta vedarle la entrada en el monasterio benedictino de Agalia, asilo de paz, templo de saber y virtud, en donde, al fin, logra el joven aristócrata poner a buen recaudo la perla encantada de sus sueños.

Sí. Por aquel noviciado humilde y austero habían pasado ya tres grandes Prelados. Ildefonso sería el cuarto. Grande y de una influencia extraordinaria en los sucesos políticos y religiosos de su tiempo. El hecho ocurrió el año 659, al morir el arzobispo Eugenio IV. Uno antes había firmado como Abad de Agalia las actas del Concilio X de Toledo.

En la biografía de los grandes hombres interesan, sobre todo, las fechas clave; y ésta pudiera ser la de Ildefonso: porque, desde el día en que se sienta en la silla metropolitana de Toledo, se convierte en místico Sol de la Iglesia española, por su ciencia asombrosa y por su caridad sellada de portentos. «Era —escribe uno de sus discípulos— temeroso de Dios, lleno de piedad; en su andar, grave y modesto; paciente y amable en su conducta; insuperable en la sabiduría; agudo para razonar, y tan favorecido en las gracias de la elocuencia —se le ha llamado el Crisóstomo español— que, cuando hablaba, dijérase que no era un hombre, sino que el mismo Dios hablaba por su boca».

Pero, ante todo y, sobre todo, Ildefonso es el juglar de la Señora que, superándose a sí mismo, compone para Ella loas y antífonas de acongojado lirismo a lo divino; es el apologista irrebatible de su Virginidad frente a los helvecianos. Con el calor de un caballero del ideal, toma la pluma en defensa de su Dama y su Reina, y escribe un libro memorable de pura ortodoxia: la Virginidad de María. El amor lo hace, a veces, impetuoso, y se desata en violentas diatribas, llenas de santa indignación, contra los enemigos de la Virgen, a los que considera como «la gente más impía». ¡Y de qué manera tan excelsa se lo premia la divina Señora, según la hermosa, antigua y bien cimentada tradición toledana, que refiere el biógrafo del Santo, Cixila! No hay católico que no conozca el milagro de la Descensión de la Virgen a Toledo, inmortalizado por Murillo, Velázquez y Rubens. Oíd al delicioso Berceo en la virginal frescura de su «román paladino»:

«Y como la Gloriosa, estrella de la mar, — sabe a los sus amigos galardón bueno dar, — aparecióle un día con muy gran majestat, — con un libro en la nzano de muy grand claridat, — el que él auíe fecho de la virginidat; — plogolo a Ildefonso de toda voluntat. — Fízole otra gracia, cual nunca fue oída, — dioli una casulla sin aguia cosida, — obra era angélica, non de ome texida, — fablioli pocos vierbos, razón bona cumplida».

Bastó que le dijera: «Yo soy la Madre de Dios, que no he desdeñado descender del cielo para honrarte, consagrar tu Iglesia y eternizar en el mundo tu memoria». Y otro día fue Santa Leocadia la que se levantó de su sepulcro para proclamar ante todo el pueblo: «Ildefonso, por ti vive la gloria de mi Señora». Desde entonces, Toledo le veneró como a santo. Y los rayos de aquella glorificación, al reflejarse en el engaste de su humildad, le arrancaban párrafos de fuego que envidiarían los mejores místicos. «¿Por qué me buscáis a mí y no la gloria de mi Cristo en mí? Yo no me recomiendo a mí mismo. En cuanto hablo, mi corazón anhela por mi Cristo. Escribiré, hablaré amorosamente de este Amado mío, y, hablando, lo anunciaré; y, anunciándolo, haré que lo conozcan. y después de esta alabanza' mortal, me asociaré por siglos sempiternos a los coros de los ángeles».

¡Con qué alas tan alígeras debió de volar su alma aquel 23 de enero del 669, en que una muerte angélica hizo flor su esperanza...!