domingo, 19 de enero de 2025

EL PRIMER MILAGRO. Fray Justo Pérez de Urbel

 



DOMINGO SEGUNDO DE EPIFANÍA

El primer milagro

Fray Justo Pérez de Urbel

 

Todo el tiempo de Navidad ha sido para nosotros una epifanía, una manifestación emocionante, una aparición insospechada. A semejanza de San Juan, podemos decir , "que hemos visto con nuestros propios ojos y tocado con nuestras manos al Verbo de vida que estaba en el seno del Padre y se apareció a nosotros para que así podamos entrar en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, y nuestro gozo sea perfecto". Pero esa epifanía no es algo transitorio ni en la vida cristiana ni en el año litúrgico. Cristo continúa revelándose sin cesar con una riqueza, con una variedad, con una profundidad, que tienen siempre en vilo al alma codiciosa de maravillas y anhelante de grandezas. Cada día, una nueva luz, un tesoro nuevo, una nueva sorpresa. Llega un momento en que ya no se necesitan cantos de ángeles, ni anuncios de pastores, ni celestes luminarias, ni parpadeos de estrellas, ni horóscopos de profetas, ni siquiera voces misteriosas salidas de entre las nubes o níveo palpitar de alas de paloma; Cristo mismo se nos presenta en toda la belleza del hombre maduro, con toda la gracia de quien tiene lo mejor del cielo y de la tierra, con toda la convicción del que habla como no habló hombre alguno, y del que obra como solo Dios puede obrar.

Hele aquí en su primera revelación personal, en su primera "obra", según el lenguaje evangélico, en su primer milagro. Ya ha terminado la vida del taller, pero en sus manos se ven aun los callos que dejó el manejo de la sierra; ya empieza a tener discípulos, pero no podría negar que es el hijo de José el carpintero. Hace unas semanas salió de casa "para cumplir la voluntad de su Padre". Ha subido al monte de la tentación, ha bajado a las aguas del Jordán, ha visitado las riberas del Lago, y ahora vuelve a Nazaret. Pero en Nazaret la casa del carpintero estaba muda, vacía. Y no gime la sierra, ni canta el martillo, ni reza la garlopa. El taller se ha convertido casi en una ermita. Pero María, la solitaria, no está allí en este momento. Había ido a unas bodas que se celebraban en una aldea cercana, en Cana de Galilea. No se desdeñaba de asistir a unas bodas, de asistir a la procesión nocturna entre luces, músicas, danzas y perfumes; de alegrar con su sonrisa el banquete nupcial; de dar un beso a la novia en el momento de dejar la casa paterna.

Este fue, minutos más o menos, el momento en que Jesús llegó a Caná. Tampoco Él rehuía la alegría inocente de unas bodas campesinas. Que aquellos seres sencillos acostumbrados a la brega, que aquellos hombres hechos a comer poco y a trabajar mucho, se regocijasen un día al compás de las gaitas, comiesen el cordero más cebado y se regalasen con el pan blanco de la ciudad, era algo emocionante hasta para el corazón de un Dios. Y no venía Él para matar las sanas alegrías, sino para enaltecerlas y divinizarlas; para hacer de una fiesta otra fiesta más excelente, para cambiar el vino bueno en vino mejor, para convertir el matrimonio en sacramento, para realizar algo que los hombres no se habrían atrevido a sospechar: que el anhelo de perpetuidad saltase hasta la vida eterna, que el acuerdo de dos corazones y encuentro de dos juventudes enamoradas tuviese un seguro divino contra los olvidos, contra los años, contra las canas, contra la muerte.

Jesús se agregó al cortejo, y con él los cinco discípulos que le seguían, cinco pescadores de Betsaida. Era ya de noche, pero las antorchas y los faroles iluminaban el pueblo, los gritos y las músicas le estremecían. Entre los danzantes, los músicos y el acompañamiento de amigos y parientes, caminaba la desposada, flotantes los cabellos, la cabeza ceñida por la corona de mirto, vestida de sus mejores galas y radiante de felicidad. Las diez vírgenes la precedían con su lámpara en la mano; y, como diría Salomón, una nube de incienso flotaba sobre la tierra. De repente, el encuentro de que nos habla la parábola evangélica: "Ecce sponsus". El esposo está aquí. Los novios se dan la mano y los cortejos se juntan. La concurrencia estalla en gritos de júbilo; se ríe, se canta, se baila, y mientras tanto las amigas extienden un velo sobre la cabeza de la desposada.

En su casa, el esposo lo ha preparado todo con generosidad, con esplendidez. Hasta en aquella casa aldeana debe, haber un paréntesis de riqueza, de contento, de saciedad, que deje recuerdo de aquel día, que brillara como un lucero sobre la superficie de una vida opaca y sin estrellas. Hay hiedra, mirto y rosas; hay tarros de ungüentos para los invitados; hay grandes tinajas de agua para las abluciones; hay algo mas sólido: humean los platos de carne, carne frita, cocida y asada; abundan los peces del Jordán, y los odres se sostienen en los rincones, apoyados contra la pared. Hay hasta un jefe del triclinio, un director del banquete, que ordena, vigila, pasa de una mesa a otra mesa, escancia el vino en los vasos de los más respetables comensales y dirige a los cocineros y servidores. Por un día, la casa del labrador galileo no tiene nada que envidiar al palacio del banquero de Cafarnaúm.

Hay abundancia de todo; pero son muchos los que han brindado para la felicidad de aquella unión; se ha bebido sin tino, los convidados son más de los que se esperaban, a última hora han llegado Jesús y sus discípulos; los odres están escuálidos y los jarros vacíos. Y, sin embargo, de la cocina siguen viniendo nuevas provisiones: grajeas, natillas, frutas, toda suerte de postres. Los comensales charlan, ríen, comen, beben y, según la costumbre, se divierten proponiendo charadas y acertijos. Nadie se acuerda de que el vino se está agotando. Hasta el jefe del triclinio parece haber perdido la cabeza. ¡Y que vergüenza la del esposo cuando un comensal más atrevido levante el vaso vacío y haya que decirle que ya no hay más! Pero hay unos ojos que velan y un corazón que se turba. Son los ojos, es el corazón de María. Ella lo ha visto todo, ha adivinado la humillación, la tristeza, la deshonra casi, de aquellas buenas gentes cuando aparezca delante de todos aquella imprevisión, que unos llamaran tacañería, otros miseria, y los más benévolos falta de consideración.

Solícita, bondadosa, compasiva, la Virgen clemente y poderosa se vuelve hacia Jesús y le dice al oído estas palabras: "No tienen vino." Todo el mundo sabe lo que sucedió después. La respuesta del Hijo a la Madre parece un reproche: es que no hay nada tan grave como cambiar los designios de la Providencia; pero si alguien puede hacerlo, es Maria seguramente. Y se hará, se hará seguramente para evitar una nota de amargura en un día de felicidad. Ella no duda ni un instante, a pesar de las palabras de Jesús. "Haced lo que Él os mande", dice a los servidores. Y las tinajas se llenan de agua, y el agua se convierte en vino, y el jefe del convite se extraña de aquel "bouquet", que el buen catador no había gustado nunca, y los asistentes aplauden al esposo por aquella sorpresa final. Y aun para nosotros es una alegría muy grande saber que hay unos ojos misericordiosos que velan sobre nuestras inocentes alegrías, y unos labios maternales que nunca se cansan de repetir: "No tienen vino."

La fuente de donde salió el agua milagrosa mana todavía. Es la única fuente de Kefz-Kenna, la aldea de casitas blancas, entre granados y nopales, donde Jesús, como un regalo de boda, hizo su primer milagro.