miércoles, 15 de enero de 2025

16 DE ENERO. SAN FULGENCIO, OBISPO DE ÉCIJA (564-630)

 


16 DE ENERO

SAN FULGENCIO

OBISPO DE ÉCIJA (564-630)

EN toda propiedad se puede decir de San Fulgencio lo que Alcuino afirmaba de San Beato de Liébana: Doctus vir, tan vita quam nómine sanctus. Era varón docto y tan santo de vida como de nombre. ¡Fulgencio! ¡Vida fúlgida!

Del ambiente familiar que acoge su venida a este mundo, allá por el año 564, da exacta idea el hecho de que en la misma cuna brotan San Leandro, San Isidoro y Santa Florentina. Son los Cuatro Santos de Cartagena: cuatro grandes lumbreras de la España visigoda, cuatro jirones de luz en un siglo entenebrecido por el arrianismo.

Es la suya una familia linajuda a la que, más que la sangre y la hidalguía, la distingue la nobleza de las virtudes cristianas. Por su padre, Severino —duque de Cartago Nova—, vienen de los reyes ostrogodos. Su madre. Teodora o Túrtur, desciende de la familia real goda. Ambos, de mutuo acuerdo, han llevado su fervor católico al extremo de desterrarse voluntariamente a Sevilla, abandonando sus tierras y querencias, para poder conservar incólume el tesoro de la fe de sus mayores.

De semejante tronco tenían que brotar, por fuerza, retoños santos.

Pero, además, con Fulgencio, la naturaleza se muestra pródiga, enriqueciéndole con un cúmulo de prendas de verdadera excepción, que, unidas a la acción de la gracia y a la fraternal tutela de Leandro, contribuyen en gran manera a hacer de él una de las personalidades más representativas en la línea luminosa de nuestra incontestable ortodoxia durante el siglo VII. Y aunque sus padres lo dejan pronto huérfano, al lado de su sabio y santo hermano florece como el árbol plantado junto a la corriente de las aguas. Apasionado por el estudio, brilla como filósofo, teólogo y orador, y llega a poseer el griego, hebreo, siríaco, itálico, gótico y latín. A este bagaje científico corresponde un tesoro de virtudes no menos admirable.

Muy pronto se convierte en paladín de la causa católica, rompiendo lanzas en defensa de la fe, desenmascarando la herejía arriana, amparada por el poder real, con sus briosos escritos, con su candente palabra de apóstol. Esta conducta le merece el honor de ser blanco de las iras del rey herético Leovigildo, que lo envía desterrado a su ciudad natal. Fulgencio no pierde el cuño de su origen. Ni las mayores privaciones, ni los continuos trabajos y asechanzas bastan a mitigar su ardor, su fe. Es un destierro fecundo y providencial, pues tiene ocasión de formar y templar a su sobrino Hermenegildo, mártir de la unidad católica española.

Al subir al trono el cristianísimo Recaredo, le levanta el castigo y vuelve a Sevilla, de cuya Iglesia había sido nombrado canónigo muchos años antes. Pero en seguida es consagrado obispo coadjutor del Prelado de Cartagena, Domingo, con quien comparte santamente durante ocho años las funciones pontificales. El 610 es nombrado obispo de Écija, a donde fuera ya enviado anteriormente por Recaredo para apaciguar las discordias promovidas por las enojosas controversias con Pegasio. Y aquí hay que hacer punto y aparte, porque en este templo va a arder hasta consumirse el candelabrum sanctum en donación absoluta de todo su ser y valer.

El nombramiento para la sede astigitana fue como su adarga de caballero. Su lanza, la palabra. Su armadura, la fe. El eximio Doctor célebre ya en toda España — consciente de su misión de padre y pastor, lo mismo predicaba ante los nobles con aquella su «palabra de fuego que encendía los corazones más fríos y era como espada que atravesaba el alma» —en frase de un biógrafo— que enseñaba el catecismo a los niños de los arrabales. Su celo abarcaba todos los aspectos de la vida social y cristiana. Severo en las costumbres, pone coto a toda demasía, refrena la relajación de la disciplina eclesiástica, derrama el bálsamo milagroso de su caridad inagotable, desbarata las maquinaciones de los herejes y restablece en su diócesis, y aun fuera de ella, la paz y la justicia. Profesa la máxima de que el buen Pastor no debe alejarse nunca de su rebaño, y en una época en que los obispos seguían con frecuencia a la Corte o se alejaban fácilmente de su sede, Fulgencio nunca se ausenta de la suya sin absoluta necesidad. Si alguna vez lo hace es para asistir al Concilio de Toledo —610— y al de Sevilla —619—, presidido por su hermano Isidoro. Su pluma erudita y apostólica nunca está ociosa, acreditándole de sabio sus Comentarios de la Escritura, sus tres libros de Mitología, el De Fide y otros. Pero la característica de su vida es, indudablemente, el ambiente de santidad que en todo momento y circunstancia le rodea.

Hacia el año 624 lo vemos de nuevo camino de Cartagena, en busca de alivio para sus achaques. La antorcha se apaga lentamente, oprimida por el peso de una actividad exorbitada y heroica...

El preludio de su liberación duró seis años, hasta el 630. Fulgencio había nacido entre santos, había vivido entre santos, y rodeado de santos tenía que morir. Dicen los cronistas que, llamados por él, le asistieron en los últimos momentos sus amigos los obispos San Braulio de Zaragoza y Laureano de Cádiz, y que su muerte fue «preciosa en la presencia del Señor».

Felipe II mandó trasladar, en 1593, las reliquias de San Fulgencio al Real Monasterio del Escorial. No merecía menos el gran Doctor de la Iglesia española', de vida tan fúlgida como su nombre.