El "sí" de María es, por consiguiente, la
puerta por la que Dios pudo entrar en el mundo, hacerse hombre. Así María está
real y profundamente involucrada en el misterio de la Encarnación, de nuestra
salvación. Y la Encarnación, el hacerse hombre del Hijo, desde el inicio estaba
orientada al don de sí mismo, a entregarse con mucho amor en la cruz a fin de
convertirse en pan para la vida del mundo. De este modo sacrificio, sacerdocio
y Encarnación van unidos, y María se encuentra en el centro de este misterio.
Pasemos ahora a la cruz. Jesús, antes de morir, ve
a su Madre al pie de la cruz y ve al hijo amado; y este hijo amado ciertamente
es una persona, un individuo muy importante; pero es más: es un ejemplo, una
prefiguración de todos los discípulos amados, de todas las personas llamadas
por el Señor a ser "discípulo amado". (…)
Jesús dice a María: "Madre, ahí tienes a tu
hijo" (Jn 19, 26). Es una especie de testamento: encomienda a su Madre al
cuidado del hijo, del discípulo. Pero también dice al discípulo: "Ahí
tienes a tu madre" (Jn 19, 27). El Evangelio nos dice que desde ese
momento san Juan, el hijo predilecto, acogió a la madre María "en su
casa". Así dice la traducción italiana, pero el texto griego es mucho más
profundo, mucho más rico. Podríamos traducir: acogió a María en lo íntimo de su
vida, de su ser, «eis tà ìdia», en la profundidad de su ser.
Acoger a María significa introducirla en el
dinamismo de toda la propia existencia —no es algo exterior— y en todo lo que
constituye el horizonte del propio apostolado.