El día de Ramos, acabando de comulgar,
quedé con gran suspensión, de manera que aun no podía pasar la Forma y,
teniéndola en la boca, verdaderamente me pareció cuando volví un poco en mí,
que toda la boca se me había llenado de sangre; y me parecía que también el
rostro y toda yo estaba cubierta de
ella, como si entonces acabara de derramarla el Señor. Me parece que
estaba caliente, y era excesiva la suavidad que entonces sentía, y me dijo el
Señor: "Hija, yo quiero que mi sangre te aproveche, y no tengas miedo de
que te falte mi misericordia; Yo la derramé con muchos dolores, y tú la gozas
con gran deleite, como ves; bien te pago el convite que me hacías este
día" (Cc 12ª, 1).
"¡Oh, Jesús mío! Cuán grande es el amor que tenéis a los hijos de
los hombres, que el mayor servicio que se os puede hacer, es dejaros a Vos por
su amor y ganancia..., pues con tanta sangre vemos demostrado el amor tan grande
que tenéis a los hijos de Adán (E 2).
¡Oh, Hijo del Padre Eterno, Jesu,
Señor nuestro, Rey verdadero de todo! ¿Qué dejaste en el mundo, qué pudimos
heredar de Vos vuestros descendientes? ¿Qué poseísteis, Señor mío, sino
trabajos y dolores y deshonras, y aun no tuvisteis sino un madero en que pasar
el trabajoso trago de la muerte? En fin, Dios mío, que los que quisiéramos ser
vuestros hijos vedaderos y no renunciar a la herencia, no nos conviene huir del
padecer. Vuestras armas son cinco llagas. ¡Ea pues, hijas mías!, ésta ha de ser
nuestra divisa, si hemos de heredar su reino; no con descansos, no con regalos,
no con honras, no con riquezas se ha de ganar lo que El compró con su sangre (F
10, 11).