domingo, 26 de julio de 2015

LAS LÁGRIMAS DE JESÚS. Homilía IX domingo después de Pentecostés


 Homilía
IX domingo después de Pentecostés
Jesús al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella.
Dios ha dispuesto en nuestra naturaleza un mecanismo que todos hemos experimentado y que normalmente no nos detenemos a reflexionar: el llanto, -el lloro-: derramar lágrimas a causa de la experimentación de una determinada emoción.
Llorar es un rasgo exclusivamente humano, una de las “expresiones específicas del hombre”, un hecho universal que en todas las culturas y tiempos se ha dado y que todas las personas experimentan.
Los motivos son muy diferentes y a veces incluso contradictorios: el exceso de pena, nos provoca a veces risa, y el exceso de dicha, nos hace llorar…
El llanto como rasgo propio del hombre, apenas se encuentra estudiado, y a pesar de que se conoce el funcionamiento fisiológico de las lágrimas e incluso podríamos enumerar las motivaciones psicológicas que llevan al llanto, el llorar sigue siendo en gran parte un misterio relacionado con nuestra fragilidad y debilidad, con nuestra capacidad de sentir y amar.

Jesús al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella.
En los evangelios se recogen tres ocasiones donde explícitamente se nos dice que Nuestro Señor Jesucristo lloró: ante la tumba de su amigo Lázaro, en la Agonía en el Huerto de los Olivos y en el Evangelio que hemos proclamado en este domingo: cuando al acercarse a Jerusalén y contemplar la ciudad; Jesús llora sobre ella.
Jesús es verdadero hombre y, a pesar de ser Dios verdadero, experimenta la debilidad y fragilidad de la naturaleza humana. ¡Qué hermosos son esos villancicos que cantamos en navidad que nos habla de esas lágrimas como cristales transparentes que caen de los ojos del niño Jesús!
Jesús, siendo Dios, experimenta la pena, el dolor, el sufrimiento y el miedo… Es el misterio de su Encarnación, de su abajamiento, “siendo Dios, quiso hacerse hombre”, no un superhombre o superhéroe, quiso vivir nuestra misma vida, quiso ser “como uno de tantos”.
El mismo Señor Jesucristo aceptando la fragilidad de nuestra carne quiso enseñarnos que Dios ha querido hacer nuestra naturaleza así: frágil, débil, limitada,  no como algo malo o negativo,  como dicen ciertas ideologías idealistas –que sobreviven siempre transformadas- en donde el verdadero hombre es el fuerte, el poderoso, el sano, el joven, el genéticamente y físicamente perfecto…  
Jesús, al llorar, nos enseña también que Dios es compasivo, que se compadece de los que lloran y sufren… El mismo llama bienaventurados a los que sufren porque ellos serán consolados. El Dios cristiano, no es un Dios lejano y ajeno a la vida del hombre… Es un Dios atento, cuya mirada de bondad nos cuida, nos acompaña y nos serena en nuestras penas.

Jesús al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella.
Si ver a cualquier persona llorar provoca en nuestro corazón la compasión y nos mueve a consolarlo, ese movimiento todavía se hace más grande cuando la persona es más indefensa y frágil: el llanto de los niños, el llanto de las mujeres, el llanto de las víctimas de las guerras y de las injusticias humanas…
¿Cómo, entonces, habría de movernos a compasión el llanto del buen Jesús, el llanto del mismo Dios? Nuestro corazón debería estremecerse al escuchar que Jesús, el Hijo eterno de Dios, lloró.  Debería nacer en nosotros un inmenso deseo de consolar al buen Jesús, de manifestarle nuestro amor y amistad, nuestro deseo de tranquilizar su pena, de secar sus lágrimas… Decirle: ¡Jesús mío, ¿por qué lloras? ¡Jesús mío, no llores más!
Si nuestro corazón fuese compasivo y amásemos a Jesús de verdad no habría fuerza humana que nos detuviese en deseos de consolarlo.
Por el contrario, podemos constatar nuestra frialdad o al menos nuestra indiferencia o nuestro pobre amor que se queda impasible ante las lágrimas del buen Jesús. ¡Ojalá nuestro corazón se encendiese en vivos deseos de amor hacia Aquel que nos ha amado primero y con un amor tan infinito y manifiesto!

Jesús al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella.
¿Por qué llora Jesús ante Jerusalén? Las palabras que el mismo pronuncia acompañando su llanto, nos dicen cuál es el motivo: ¡Ah, sí conocieses también tú, en este día, el mensaje de la paz! Mas ahora está oculto a tus ojos.
Jesús llora sobre Jerusalén, la capital del pueblo elegido, de Israel, la ciudad santa elegida por Dios para habitar en medio de su pueblo, porque Jerusalén no quiere conocer el don de la paz que Jesús mismo ha traído consigo. Jerusalén se encierra en sí misma y en sus propias tradiciones, no escucha la voz de los profetas sino que los persigue y mata, y cierra sus oídos al mismo Verbo de Dios maquinando como silenciarlo y acabar con su vida.
Jerusalén ha cerrado sus ojos ante el misterio de Dios hecho hombre: no entiende las profecías antiguas que hablan de Jesús, no reconocen sus signos y milagros que de forma patente manifiestan que él es el Mesías esperado… Jerusalén se ha cegado ante los faros deslumbrantes del poder, del dinero, de la relevancia. En definitiva, de las luces deslumbrantes de la tentación y el pecado.
Las consecuencias son tremendas: “Vendrán días sobre ti, en que te circunvalaran tus enemigos y te rodearán y te estrecharán por todas partes, y te arrasarán con tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por no haber conocido el tiempo en que Dios te ha visitado.”
Jesús, anuncia proféticamente la destrucción de Jerusalén y como hasta nuestro días, aquella cuyo nombre significa “ciudad de paz” estará enredada en continuos conflictos y guerras, porque no ha conocido el tiempo en que Dios le ha visitado.
La oración universal del Viernes Santo no invita a pedir por la conversión del pueblo judío: una oración que hemos de hacer también nosotros todos los días. Es de justicia: por medio de ellos –el pueblo judío-, nos ha venido a nosotros, pueblos de la gentilidad, la fe, la salvación.

Jesús al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella.
Las lágrimas que Jesús derrama sobre Jerusalén tienen todavía un sentido más profundo y universal. No podemos limitarlas solamente a la ciudad física, a aquellos ciudadanos del momento y al acontecimiento histórico de su destrucción.
La lágrimas de Jesús son lágrimas de también que el derrama al contemplar el mundo, al contemplar su Iglesia, al contemplar a cada alma.
Jesús llora por el mundo, por nuestro hoy, por toda la historia. La palabra de Dios vino al mundo y el mundo no la conoció. Desde el primer pecado de Adán y Eva, el mundo ha vivido en constante rebelión contra su Creador. Y a pesar de que Dios ha venido a nosotros y se ha manifestado, el mundo tiene a Dios por enemigo: estorba su presencia, se hace molesto su amor y su misericordia, su Palabra es rechazada. El mundo vive enfangado en el pecado –como señala el Apóstol en la epístola- el mundo vive en la idolatría, la impureza y en la lucha contra Dios.
Hemos de pedir por la conversión del mundo y para que el artífice de todo mal, Satanás, el príncipe de este mundo, sea reprimido y arrogado al infierno para que cese su acción maléfica sobre las almas.
Jesús llora por su Iglesia, esa Iglesia Inmaculada que él ha purificado por el agua del Bautismo, pero que llevada también por el espíritu mundano en muchos de sus miembros ha cedido ante los criterios modernos de popularidad silenciando y adulterando el único Evangelio de Jesucristo y la fe de siempre y que –en expresión del Cardenal Ratzinger en aquel Viacrucis del año 2005- parece una barca que va al naufragio. Hemos también de pedir por la conversión de la Iglesia, de sus pastores y de los fieles.
Jesús llora al contemplar a cada alma rescatada no con oro ni plata sino al precio de su preciosísima sangre. Cada infidelidad, cada omisión, cada silencio, cada pecado, cada cosa de esas que “decimos que no tienen importancia” son motivo para que Jesús vuelva a llorar amargamente por la dureza de nuestro corazón y nuestra impiedad.

Jesús al ver la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella.
Queridos hermanos:
En este domingo; pidamos al Señor la gracia de compadecernos de sus lágrimas y llenos de su amor  y sus mismos sentimientos también  nosotros lloremos por el pueblo de Israel, por el mundo que vive olvidado de Dios, por la Iglesia en tantos aspectos mundanizada, por los pobres pecadores, y también por nosotros mismos, por nuestros pecados.
Que las lágrimas, sino de nuestros ojos, al menos de nuestro corazón, acompañen nuestra oración y nuestros sacrificios, nuestra esfuerzo por vivir nuestra vocación cristiana,  nuestra lucha contra el pecado, nuestro arrepentimiento y deseos del bien.
A María Santísima, Nuestra Señora de las Lágrimas, que al pie de la cruz llorosa, supo acompañar a su Hijo, que por su intercesión nosotros vivamos también así unidos a Jesús.

Termino con esa composición poética que suele escucharse en el tiempo Cuaresmal y que puedo ayudarnos a expresar nuestra oración:
Los hombros traigo cargados
de graves culpas, mi Dios;
dadme esas lágrimas vos
y tomad estos pecados.

Yo soy quien ha de llorar,
por ser acto de flaqueza;
que no hay en naturaleza
más flaqueza que el pecar.

Y, pues andamos trocados,
que yo peco y lloráis vos,
dadme esas lágrimas vos
y tomad estos pecados.

Vos sois quien cargar se puede
estas mis culpas mortales,
que la menor destas tales
a cualquier peso excede; '

y, pues que son tan pesados
aquestos yerros, mi Dios,
dadme esas lágrimas vos
y tomad estos pecados.

Así lo pedimos. Que así sea.