COMENTARIO AL
EVANGELIO
1 de julio
1 de julio
Fiesta de la
Preciosísima Sangre de Jesús
Forma Extraordinaria del Rito Romano
Deseo profundizar
en el misterio de la Preciosa Sangre. Porque ese misterio nos lleva a ver la
unidad entre el sacrificio de Cristo en la cruz, el sacrificio eucarístico que
ha entregado a su Iglesia y su sacerdocio eterno. Él, sentado a la derecha del
Padre, intercede incesantemente por nosotros, los miembros de su cuerpo
místico.
Comencemos con
el sacrificio de la Cruz. La efusión de la sangre de Cristo es la fuente de la
vida de la Iglesia. San Juan, como sabemos, ve en el agua y la sangre que
manaba del cuerpo de nuestro Señor la fuente de esa vida divina, que otorga el
Espíritu Santo y se nos comunica en los sacramentos (Jn 19,34; cf. 1 Jn 1,7;
5,6-7). La Carta a los Hebreos extrae, podríamos decir, las implicaciones
litúrgicas de este misterio. Jesús, por su sufrimiento y muerte, con su entrega
en virtud del Espíritu eterno, se ha convertido en nuestro sumo sacerdote y
"mediador de una alianza nueva" (Hb 9,15). Estas palabras evocan las
palabras de nuestro Señor en la Última Cena, cuando instituyó la Eucaristía
como el sacramento de su cuerpo, entregado por nosotros, y su sangre, la sangre
de la alianza nueva y eterna, derramada para el perdón de los pecados (cf. Mc
14,24; Mt 26,28; Lc 22,20).
Fiel al mandato
de Cristo de "hacer esto en memoria mía" (Lc 22,19), la Iglesia en
todo tiempo y lugar celebra la Eucaristía hasta que el Señor vuelva en la
gloria, alegrándose de su presencia sacramental y aprovechando el poder de su
sacrificio salvador para la redención del mundo. La realidad del sacrificio
eucarístico ha estado siempre en el corazón de la fe católica; cuestionada en
el siglo XVI, fue solemnemente reafirmada en el Concilio de Trento en el
contexto de nuestra justificación en Cristo.
El sacrificio
eucarístico del Cuerpo y la Sangre de Cristo abraza a su vez el misterio de la
pasión de nuestro Señor, que continúa en los miembros de su Cuerpo místico, en
la Iglesia en cada época. El gran crucifijo que aquí se yergue sobre nosotros,
nos recuerda que Cristo, nuestro sumo y eterno sacerdote, une cada día a los
méritos infinitos de su sacrificio nuestros propios sacrificios, sufrimientos,
necesidades, esperanzas y aspiraciones. Por Cristo, con Él y en Él, presentamos
nuestros cuerpos como sacrificio santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1). En
este sentido, nos asociamos a su ofrenda eterna, completando, como dice San
Pablo, en nuestra carne lo que falta a los dolores de Cristo en favor de su
cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24). En la vida de la Iglesia, en sus
pruebas y tribulaciones, Cristo continúa, según la expresión genial de Pascal,
estando en agonía hasta el fin del mundo (Pensées, 553, ed. Brunschvicg).
Vemos este
aspecto del misterio de la Sangre Preciosa de Cristo actualizado de forma
elocuente por los mártires de todos los tiempos, que bebieron el cáliz que
Cristo mismo bebió, y cuya propia sangre, derramada en unión con su sacrificio,
da nueva vida a la Iglesia. También se refleja en nuestros hermanos y hermanas
de todo el mundo que aun hoy sufren discriminación y persecución por su fe
cristiana. También está presente, con frecuencia de forma oculta, en el
sufrimiento de cada cristiano que diariamente une sus sacrificios a los del
Señor para la santificación de la Iglesia y la redención del mundo. Pienso
ahora de manera especial en todos los que se unen espiritualmente a esta
celebración eucarística y, en particular, en los enfermos, los ancianos, los
discapacitados y los que sufren mental y espiritualmente.
Benedicto XVI