La
Revelación nos muestra no solo aquellas verdades necesarias para salvarnos con
respeto a Dios, sino que también nos revela el “verdadero rostro” del hombre
creado a imagen y semejanza de Dios cuyo
modelo perfecto es Dios.
En
la Sagrada Escritura el hombre es contemplado desde tres perpectivas pero como
una unidad de ser:
1).Cuerpo/carne
(término hebreo basar): hace referencia a la materialidad del hombre en cuanto
ser creado y por tanto mortal y corruptible. Una corporeidad que gracias al
germen que Dios ha insertado en la naturaleza es capaz de comunicar vida y participar de la actividad creadora de
Dios: “Creced, multiplicaos.”
2).
Alma (término hebreo nefes): refiere las potencialidades del hombre así como su
vida interior: sentimientos, afectos, pasiones, potencias de inteligencia,
memoria y voluntad; pero no es independiente de la persona con su cuerpo.
3). Espíritu (término hebreo ruaj): es el soplo divino del Creador que insufla sobre el hombre y que le comunica la vida y hace posible la relación con él.
3). Espíritu (término hebreo ruaj): es el soplo divino del Creador que insufla sobre el hombre y que le comunica la vida y hace posible la relación con él.
La
cultura griega, deudora de la filosofía platónica, divide el hombre en cuerpo y
alma, pero como elementos que tienen existencia independiente entre sí. El alma
pertence al mundo de las ideas, es preexitente, se encarna pero como
encarcelada, y al morir vuelve al mundo de las ideas. El cuerpo es corruptible,
creado por un demiurgo, casí como consecuencia de un castigo.
La
fe cristiana se incultura dentro del mundo grecolatino, pero sin renunciar al
contenido de la revelación:
1).
Afirmando la unidad indisoluble de la persona humana.
2).
Afirmando que el alma es creada por Dios y unida al cuerpo en el momento de la
concepción, y goza de la inmortalidad como don de Dios.
3). Afirmando que en el momento de la muerte, el
alma se separa del cuerpo y es presentada ante Dios para el juicio particular
en espera de la resurrección de la carne, donde volverá a unirse al mismo
cuerpo ya resucitado para una eternidad de cielo o de condenación.
Jesucristo
al encarnase unió su naturaleza humana a todo el género humano. Los cristianos
por el bautismo formamos un solo cuerpo con Cristo crucificado y resucitado,
que se intensifica a través de la comunión eucarística de su Carne y
Sangre, y va formando el cuerpo místico
que es la Iglesia. Así se va realizando aquello que san Pablo experimentó en su
vida: “Vivo yo, pero no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí.”