Las Señales Del Espíritu de... by IGLESIA DEL SALVADOR DE TOL...
LAS SEÑALES DEL
ESPÍRITU DE JESÚS (2)
“Hijo, observa con cuidado los movimientos de
la naturaleza y de la gracia, porque son muy contrarios y sutiles; de manera
que con dificultad son conocidos, sino por varones espirituales e interiormente
iluminados” (Imit., L. III, c. LIV)
II
Al analizar la
primera señal de la vida sobrenatural, he dicho que se precisaba ser fuerte
contra el pecado y contra sí mismo. No sólo es leche la piedad, sino también
fuerza, que es lo que nos hace falta para asegurar la victoria. El reposo
prolongado amortigua las fuerzas, en tanto que el ejercicio nos hace aguerridos
y nos robustece.
Es falsa toda
piedad que no quiere echar mano de la fuerza, que no llega a ser fuerte.
1.º Hay una
fuerza brutal que debe emplearse contra las pasiones. No es una fuerza
razonada, porque quien se mete a razonar con el seductor está perdido, pues le
tiene en alguna estima por lo mismo que consiente en discutir con él. De esta
fuerza brutal hemos de valernos contra nosotros mismos y contra el mundo, y
debe ser cruel, intolerante como la misma vida religiosa, que rompe toda relación
con la carne y la sangre. Lejos de nosotros la tolerancia.
¡Nada de
tolerancia con el enemigo! “No he venido a traer la paz, dice el Salvador; he
venido a separar al hijo de su padre, a la hija de su madre” (Mt 10, 35), y al
hombre de sí mismo. Jesucristo fue el primero en sacar la espada contra los
sensuales e hipócritas fariseos; esta espada la ha lanzado al mundo, y los
cristianos deben recogerla; un pedazo basta, pero por lo menos esto hay que
cogerlo. Es una espada bien templada, templada en la sangre de Jesucristo y en
el fuego de lo alto. El reino de los cielos padece violencia, y sólo los violentos
lo arrebatan: Rapiunt illud (Mt 11, 12). Jesucristo quiere para el cielo
varones violentos, sin misericordia, escaladores, capaces de todo; que declaran
y mantienen por su nombre una guerra sin cuartel; que odian a su padre, a su
madre, a todos sus deudos. Claro que me refiero al pecado, no a las personas.
Guerra contra sí mismo, contra los siete pecados capitales, o, lo que es lo
mismo, contra las tres concupiscencias. Hay que cortar hasta el corazón, hasta
la raíz, y es cosa que nunca se acaba.
¡Oh cuán
violento es este combate! Siempre hay que volver a comenzar, y la victoria del
día de hoy no asegura la de mañana. Se vence un día para verse aherrojado con
cadenas al día siguiente. El ponerse a descansar basta para prepararse una
derrota: quienes vencen son aquellos que nunca cesan de combatir. Hay que
escalar el cielo y tomarlo por asalto. La razón por que muchos ven el bien y no
tienen ánimo para aceptar el combate es porque, dominados por las pasiones, su
vida contradice constantemente sus palabras. Fijaos en Herodes, quien escucha
con agrado a san Juan en tanto no le habla sino del reino de Dios en general;
pero no bien ataca el precursor su pasión impura, arremete contra él furioso,
olvida todo, y llega hasta el extremo de hacerle matar. Hay en el mundo muchas
vocaciones religiosas; pero como haya que dar un buen golpe, no se tiene valor para
tanto: este primer golpe es más costoso que el mismísimo que nos ha de dar la
victoria. El fondo de nuestra naturaleza es cobardía y todos los vicios se
resuelven en cobardía. El orgulloso que no parece sino que va a derribar a
medio mundo, es más cobarde que cualquier otro; está encadenado y ¡quisiera ser
tenido por libre sin sacudir sus cadenas! ¡De la misma esclavitud saca motivos
de orgullo!
La piedad que
quiera subsistir en medio del mundo, por fuerza tiene que sostener este
combate, el cual es tan recio y son tan numerosas las ocasiones de merecimiento
y de victoria, que si se tuviera ánimo bastante para combatir generosamente y
sin flaquear, el mundo estaría poblado de santos. ¡Ahora que el valor!...
En la vida
religiosa el combate tiene por objeto las pasiones. En ella se mete el mundo
más de lo que se cree: penetra con el aire, y nuestros ojos y sentidos nos lo
hacen sentir. Se dice que los malos sienten como por instinto a los malos;
también los buenos sienten a los malos, pero según sea su punto flaco. Pronto
se establece la corriente.
2.º Además de
esta fuerza brutal también hemos de tener la de la paciencia. Ya sea que os
hayáis dado a la vida de piedad en medio del mundo, ya hayáis abrazado la vida
religiosa, tenéis dado el gran golpe y habéis cortado el nudo gordiano con la
espada de Jesucristo.
Como habéis
pasado el mar Rojo, está bien que entonéis un cántico de victoria; pero
necesitáis paciencia para atravesar el desierto. A los judíos les faltó esta
fuerza, que es la paciencia, y así se sublevaron contra el mismo Dios.
Pues bien,
tened entendido que la verdadera fuerza no es la que asesta un golpe tremendo y
luego descansa, sino la que uno y otro día continúa combatiendo y
defendiéndose. Esta fuerza es la propia humildad, que no se desalienta ni se
rinde. Como es débil, le acontece que cae; mas mira al cielo; pide a Dios
socorro y se vuelve fuerte con la misma fortaleza de Dios. La tortuga de la
fábula llegó antes que la liebre. El varón generoso que trabaja cada día sin descanso,
aun cargado de más pasiones y defectos, llega antes que quien, con tener más
virtudes y menos vicios que vencer, quiere descansar trabajando. Por eso serán
derrotadas esas gentes que duermen tranquilas y, desdeñando los pequeños
combates de cada día, esperan las grandes ocasiones para entrar en lid. Del
propio modo una tierna vocación que no se apoya en la paciencia, se malogra
desde los primeros días. Es fruto de la impaciencia el querer acabar cuanto
antes, y la impaciencia echa a perder todo cuanto se emprende. Lo que pretenden
es desembarazarse tan pronto como puedan de lo que traen entre manos; no lo
confiesan, pero ese hermoso celo no es otra cosa en el fondo. Se quiere acabar
para descansar: ¡pura pereza! Tal es la tentación ordinaria de los que mandan y
dimana del orgullo y de la pereza. Uno quiere deshacerse de una cosa que ya
está tratada y resuelta en su mente; como vengan a consultaros o hacer
preguntas, contestáis con impaciencia, entendiendo que ya sabéis lo que os han
de decir. ¡Poco importa que ande necesitado de luz el que viene a consultaros!
Os fijáis en vosotros mismos. Todo eso es impaciencia. El paciente, al contrario;
va al enemigo, le considera y responde sin dar muestra alguna de apresuramiento.
Bien sabe dónde dar el golpe, y aguarda la gracia, dándole tiempo para entrar.
A todos nos es
necesaria esta fuerza para combatir durante toda nuestra vida. Porque sin ella,
¿en qué vienen a parar la esperanza y la dulzura del servicio de Dios? Muchas
gracias habéis recibido, pero no producirán mucho sino merced a la paciencia.
No cuesta gran cosa practicar un acto de paciencia; lo arduo consiste en ser
fuerte y paciente en un combate incesante que ha de durar tanto como la vida.
Lo que nuestro
Señor nos pide es fidelidad y sacrificio, nada más. Dios en su bondad nos
retrotrae siempre al comienzo y deshace nuestro trabajo, de suerte que nos hace
falta volver a comenzar cada día; ¡como nunca resulta bastante perfecto para
Él...! Lo importante es que siempre nos quede paciencia, pues ella se encargará
de conducirnos a término. El santo Job se ve despojado de todo; la paciencia,
empero, le queda, y ésta es prenda segura de su corona, según lo atestigua el
mismo Señor admirado: “No se ha impacientado: In omnibus his non peccavit Job
labiis suis, neque stultum quid contra Deum locutus est” (Job 1, 22).
En este
combatir de cada instante, en estas derrotas, el alma dice: ¡Esto no va bien,
ni podrá ir nunca! Y viene la impaciencia y el desaliento. No busca otra cosa
el demonio que queda bien contento con nuestras impaciencias. Examinaos sobre
este punto; casi todos vuestros pecados proceden de ahí; me refiero a los
pecados interiores.
Descorazona el
no alcanzar éxito y da ganas de abandonarlo todo si se pudiera. La paciencia es
la humildad del amor de Dios. Por mí nada puedo, pero de todo soy capaz en
Aquel que me fortalece. ¡Yo, nada; la gracia, todo! Es preciso saber tomar
tiempo y meterse bajo tierra para crecer. Guardaos, por tanto, del desaliento,
que es el manantial de casi todas vuestras caídas.
También hace
falta ser paciente para con Dios y más aún para consigo mismo. Se lee en el
Evangelio que el árbol que produce fruto es podado para que produzca más, aun
cuando aparentemente eso le deslustre y le cause detrimento. Al religioso, al
santo, Dios le poda por medio de las tentaciones. Cuando nos parece que vamos
bien, nos paramos, como es natural; mas Dios quiere que digamos sin cesar: Todavía
más; ¡adelante siempre! ¡Nos sabe tan bien el oír que amamos a Dios, sobre todo
cuando nos lo dice y hace sentir el mismo Dios! ¡Pero Él no lo quiere!
Cuando estamos
satisfechos o creemos tener la aprobación de Dios, ya no tememos nada; pero que
se oculte, que nos parezca que ya no nos ama, que nos abandona y nos es
contrario, y ya lo dejamos todo. ¡Se acabó la devoción; se cree uno condenado y
se espanta!
Dios obra de
este modo, porque echamos a perder todo cuanto tocamos. Si nos dirige alguna
buena palabra, al punto nos figuramos haberla merecido y nos coronamos con
ella. Lo que en realidad no era más que un aliento para nuestra flaqueza,
nosotros lo reputamos justa expresión de nuestro merecimiento; así es cómo nos
miramos a nosotros mismos, y nos perdemos convirtiéndonos en nuestro propio fin.
Y como Dios nos ama con amor clarividente, en modo alguno puede prestarnos
ayuda para nuestra perdición, por lo que nos quita la paz y pone en guerra para
tener que trabajar. Es tiempo de fortaleza y de paciencia el que entonces se
nos presenta, pues las pruebas que Dios nos hace sufrir directamente son mucho
más dolorosas que aquéllas que proceden de las criaturas. Hay que armarse de paciencia
con Dios diciendo: ¡Nada puedo, Dios mío, mas, aun cuando me matareis, en Vos
esperaré! Etiamsi occiderit me, in ipso sperabo! (Job 13, 15). Y preciso es que
nos mate en cuanto al hombre viejo, para que el hombre espiritual pueda vivir y
comunicarse libremente con Dios.
¡Ea!, tomemos
esto en consideración, porque han de llegar las pruebas. Sabed aguardar el
momento de Dios; dejad que se maduren las gracias, tened paciencia; que ella es
la que hace los santos.