II
domingo después de Epifanía
COMENTARIO
AL EVANGELIO DEL DOMINGO
San
Jerónimo
Presta oídos, Señor, a mis palabras. (Sal 5,2).
Nadie más que la Iglesia posee esta confianza. El pecador no se atreve a decir “Atiende,
Señor, a mis palabras”. Tampoco se
atreve a decir: “Señor, atiende a mis palabras” el que está airado y lanza
maldiciones, más bien prefiere que Dios tenga cerrados sus oídos.
Escucha mi
clamor (sal 5, 2). En las escrituras, el clamor no es propio de la voz, sino
del corazón. Le dice el Señor a Moisés: “¿por qué me andas llamando a gritos?”
(Ex 14, 15), siendo así que Moisés no había alzado antes su voz. Escucha mi
clamor. Afirma también el apóstol san Pablo: “Clamando en nuestros corazones:
Abba, Padre (Gal 4,6). Cierto es que, quien grita, no lo hace con el corazón,
sino con la lengua. ¿Cómo es que, entonces, el apóstol Pablo dice eso de “clamando
en nuestros corazones”? Por tanto, cuando es nuestro gemido y nuestra
conciencia los que imploran, Dios percibe ese clamor. De ahí que Jeremías (Lam
2, 18) diga: “No permanezca en silencio la pupila de mi ojo.” Fijaos en lo que
dice; que no guarde silencio la pupila de mi ojo. A veces también la pupila del
ojo clama a Dios. Cierto es que, si la pupila del ojo clama, no es ella la que
lo hace, sino la lengua. Más, del mismo
modo que clamamos en nuestros corazones cuando imploramos al Señor con nuestros
lamentos, así también la pupila de nuestro ojo clama a Dios cuando derramamos
nuestras lágrimas ante su presencia.
Escucha mi voz al amanecer (Sal 5,4) ¿Acaso no nos
prestará Dios oídos a media noche? Fijaos en lo que realmente dice: no me
escuchas cuando me hallo sumido en las
tinieblas del error, en cambio, atiendes a mis palabras cuando el sol de la
justicia nace en mi corazón. Me escuchas al amanecer, tan pronto como las
tinieblas comienzan a disiparse, me escuchas al punto de iniciar una buena
obra, sin aguadar al final. Y es que en mis manos está el querer y en la tuyas el
llevarlo a cabo.
San Jerónimo, comentario al salmo 5