domingo, 23 de febrero de 2025

EL DIVINO SEMBRADOR. Fray Justo Pérez de Urbel



 

SEXAGÉSIMA

El Divino Sembrador

Fray Justo Pérez de Urbel

 

Es el primer día que Jesús pasa en Cafarnaúm después de un largo recorrido misional a través de Galilea; un día largo de primavera, un día laborioso y lleno de incidentes: las muchedumbres que se agolpan a su puerta, los enfermos que llegan mostrándole sus llagas, los parientes tratando de convencer a la multitud de que el Rabí está loco, los enemigos que soplan palabras de desconfianza entre las filas de los admiradores, y su Madre y sus hermanos, que se esfuerzan por llegar hasta El, sin conseguir romper aquella muralla de carne. Todo esto, en unas horas, horas de milagros, de discursos, de palabras íntimas, rebosantes de consuelo, de curaciones y de fatigas. Dice San Lucas que el Maestro apenas tenía tiempo para comer.

El día avanza, el sol va perdiendo su fuerza por instantes, una brisa refrigerante viene de la superficie del Lago. Es la hora del atardecer, de aquel atardecer evangélico que parece traer aún hasta nosotros sus perfumes, sus murmullos y sus claridades. Jesús se levanta, se abre paso entre la multitud, atraviesa las calles de la ciudad seguido de sus íntimos y se dirige hacia la playa. Siempre miró con amor la playa dorada y soleada, el agua serena y transparente, la línea suave y luminosa de las colinas próximas, la silueta de la nave que boga silenciosa y solitaria, y !as humildes tareas del pescador, que por ganarse la vida de cada día no duda en ponerla cada día en peligro. Vedle ahora acariciando a los niños de cara embadurnada y cuerpo medio desnudo, que juegan junto a las aguas, Y paseando lentamente sobre la arena, y revelando a los discípulos con palabra serena, como la quietud silenciosa de la tarde, los secretos del reino, y sentándose tal vez en el borde de una barca para enviar una mirada buena y un buen consejo a los pescadores que meriendan y se disponen para la brega dura de aquella noche.

Así descansaba el Maestro del trabajo del día, así buscaba, Dios y Hombre; la pura alegría de un bello atardecer; no odiaba la fresca caricia del aire, ni los fuegos del Lago, herido por los últimos rayos del sol, ni el vuelo gracioso de las palomas sobre las velas. Pero su descanso fue muy breve; el pueblo ha salido de la ciudad detrás de él; durante algún tiempo, se ha quedado a una distancia respetuosa, observando sus gestos, sus miradas, su andar. Pero, al fin, se encuentran de nuevo en torno suyo. No se cansan nunca de oírle hablar; aquel acento les cautiva, aun cuando les hace llorar. Es como un halago en el oído, como un beso en el coraz6n. Quieren nuevas enseñanzas, quieren saber del reino de los Cielos que anuncia el profeta, que les hable de los pobres, de los que sufren, de los perseguidos. Lo dicen sus miradas y acaso lo dicen también sus labios. Y Jesús no puede negárselo, porque lo que piden es justo. No puede negárselo, pero les va a dar con palabras sugestivas una seria lección, les va a decir que no basta oír la palabra para entrar en el reino de los Cielos, que aquella avidez puede ser sólo una curiosidad, sin llama de amor, sin calor de deseos ardientes y eficaces. Rápidamente se arranca a la oleada de la multitud, sube a una barca, se aleja unos metros, y así improvisa su púlpito. Entretanto, las turbas se agitan en la orilla. Detrás, pequeñas colinas se elevan cortando el azul del cielo con su línea verde. Se ve el camino por donde los labriegos de Betsaida vienen a los mercados de Cafarnaúm. Aquí una linde, allí un zarzal, mas allá una roca levantando su testa desnuda en medio de los trigales floridos, que descienden cuesta abajo hasta confundirse con la  playa.

''Mirad -dice Jesús señalando con la mano los campos vecinos de, Genesareth-; salió el que siembra a sembrar su semilla..." En este ambiente, arrancado del seno mismo de la naturaleza, nació la parábola del sembrador. El público debió sonreír al oírle. Junto a los hombres del Lago, a los pescadores de rostro quemado por el sol y de ojos entornados de mirar todos los días el reflejo de las aguas, estaban también allí los hombres del campo, los dueños de aquellos sembrados, los labradores, pobres o ricos, que miraban satisfechos la mies reclamando casi la hoz. Y lo que decía el Maestro era lo que a ellos les sucedía todos los años cuando llegaba la sementera: Aquellos pájaros malditos que oliseaban el grano como los buitres la carne; aquellos transeúntes descuidados, que cada vez hacían más ancho el camino; aquella franja de tierra tan delgada, tan superficial, que tantas veces les había engañado en el primer momento de la floración... Cuanto sabia de estas cosas el bondadoso Maestro de Nazaret, con no haber guiado jamás una yunta en el barbecho!

Y aquellas buenas gentes gozaban viéndose así retratadas en aquella dulce palabra campesina; pero tal vez fueron contados los que llegaron a descubrir la moraleja del apólogo. Los mismos Apóstoles quedaron desconcertados. El sembrador, la semilla, las espinas, los pájaros..., todo esto era muy pintoresco; pero cuando se esforzaban por desentrañar el contenido didáctico, se hacían los pobres un ovillo. Ya de noche, caminando de nuevo hacia la ciudad, debieron proponerse entre ellos diversas soluciones, que solo sirvieron para aumentar la confusión. Y al llegar a casa, viéndose solos con su Maestro, le rodearon, confesándole su ignorancia. Y Jesús tuvo que ser el glosador de Sí mismo. "Yo -dice San Gregorio Magno- tal vez no me hubiera atrevido a deciros que las espinas son esas riquezas que tanto buscáis; es el mismo Cristo -quien nos lo dice." Las espinas son las riquezas, la semilla es la palabra, los pájaros son los demonios, las rocas son los corazones empedernidos. De este modo precisaba el Señor las diversas actitudes de aquellos a quienes dirige su palabra. Hay unos que ni siquiera se dignan oírla; duros como el camino que no se abre a recibir el grano; hollados por las malas bestias de la incredulidad, de la soberbia, de la despreocupación y de la rebeldía. Hay otros que la reciben con alegría, pero son flojos, cobardes, perezosos; les falta profundidad en la convicción, y en la acción energía. Se estremecen de entusiasmo delante de un Dios que les habla de amor, de luz, de verdad; que trabaja y sufre como ellos, que les ofrece una nueva vida con su resurrección gloriosa; pero cuando les hablan de sacrificio, de abnegación, de lucha, de violencia, se encogen temblorosos y desertan con la tristeza en el alma. Hay otros, finalmente, que la escuchan y la acogen con entusiasmo, pero no saben ahuyentar los cuidados del mundo, de las riquezas y de los honores, que, a semejanza de espinas y hierbas parasitas, la sofocan, le roban la savia, y le dan la muerte antes que pueda llegar a sazón. Pero la palabra de Dios no puede permanecer estéril, puesto que lleva dentro de sí la fecundidad misma de su autor. Hay quien la escucha y la entiende, y la cultiva con amor, y la hace dueña de su espíritu y regla de su vida, haciéndose así semejante a un campo feraz, donde el grano produce el ciento por uno.

Pero no basta tampoco escuchar la palabra, entenderla y practicarla. El que la ha recibido no puede guardarla celosamente con un sentimiento egoísta. La luz ha de estar, no bajo el celemín, sino en medio de la casa de Dios, para que todos la vean y sean iluminados. Todos recibimos la semilla, todos somos una partecita del campo del Padre de familias, y todos hemos recibido la misión de sembrar. El artista, el periodista, e1 maestro, el educador, el gobernante, la madre que tiene a su hijo en su regazo, todos han sido llamados a colaborar con el sembrador divino. Se siembra con la pluma, con el cincel, con la palabra, con el ejemplo. Para San Francisco, el fraile que atravesaba la ciudad modesto, silencioso y recogido, es un sembrador. Grande honor y grande responsabilidad. Se siembra trigo o cizaña; cizaña para el fuego, o trigo para la vida eterna.