miércoles, 1 de enero de 2025

LA CIRCUNCISIÓN DE NUESTRO SEÑOR. Fray Justo Pérez de Urbel

 


LA CIRCUNCISIÓN DE NUESTRO SEÑOR

1 de enero

Fray Justo Pérez de Urbel

 

Un niño había nacido en la gruta de Belén; los ángeles cantaban en su honor; los pastores le presentaban sus ofrendas, un anciano lo adoraba con silencioso recogimiento; y una doncella Virgen y Madre, la bendita entre todas las mujeres, le cobijaba en su seno, le sonría y, meciéndole en sus obras le decía con voz arrulladora: Duerme, niño, no llores; duerme, niño celestial; que las tempestades no osen estallar sobre tu cabeza ni el dolor marchitar tus mejillas. Pero el Hijo de María ha venido al mundo para sufrir. Ya sabe lo que es el frío, la pobreza, el abandono; y no tarda en sufrir el dolor de la sangre derramada.

«Al octavo día -dice el evangelista lacónicamente- fue circuncidado el niño. La circuncisión era la puerta dolorosa por la cual el israelita entraba en el seno del mosaísmo; era el bautismo judaico, la ceremonia solemne y festiva para la cual el recién nacido se convertía en ciudadano del pueblo de Dios se inscribía en el padrón de la alianza de Jehová, se sujetaba a la ley dictada en las cumbres del Sinaí, y, heredero de las promesas divinas, entraba a participar en los privilegios de los hijos de Abraham. Noventa años tenía el padre de los creyentes cuando Dios se le apareció y le dijo: «Yo soy el Dios omnipotente. Yo quiero hacer un pacto contigo. En adelante ya no te llamarás Abram padre noble-, sino Abraham -padre de la multitud.» Al oír estas palabras, el patriarca cayó por tierra; y el Señor añadió: «Yo te daré una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y las arenas del mar; te haré padre de reyes y jefe de naciones poderosas; te bendeciré y seré para siempre tu Dios y el Dios de tu pueblo. Y he aquí el sello de esta alianza, el pacto que observaréis inviolablemente: todo hijo que venga a este mundo será circuncidado al octavo día; y si no le circuncidaren, se le arrojará de mi pueblo, por haber roto el pacto de mi testamento. Orgullosos de la predilección divina, los hebreos conservaron celosamente este rito sagrado, que les designaba como pueblo bendito entre todos los pueblos, recordándoles que en las alturas del cielo Jehová les miraba complacido, porque levaban en su sangre el germen de donde había de salir la salvación del mundo.

El que había venido para completar la Ley, no para destruirla, quiso cumplir toda justicia, sometiéndose a esta humillación dolorosa que es uno de los más grandes misterios de su infancia. Si la circuncisión es un bautismo sangriento del pecado original ¿no era aquel Niño la santidad misma? Si es una prescripción mosaica, ¿por qué ha de pasar por ella el que es Señor de la Ley y de los profetas? Y si hay que ver en ella el símbolo de un bautismo más glorioso, ¿no había llegado ya el momento de las realidades? ¿No se acercaba la hora que debía sustituir el viejo rito por una purificación más alta, la purificación del alma, la circuncisión de los malos deseos? No obstante, es preciso que la tierra empiece a humedecerse con la sangre divina. El Verbo encarnado quiere mostrar que es hermano nuestro, carne de nuestra carne; carne frágil, pasible, dolorosa; carne frágil, pasible, dolorosa; carne dócil a la huella del dolor y dispuesta a la desgarradura del pedernal litúrgico; carne del condenado al suplicio desde su nacimiento hasta el momento supremo de la expiación completa. El Redentor tiene divinas impaciencias por comenzar la obra que trae a la tierra; sabe que sin la sangre

no hay remisión; recibe el sello del pecado; se somete al sacramento de los pecadores, y queda marcado con la señal de la esclavitud. El dechado de los hombres, el que dirá a los demás: «Sed perfectos como Yo soy perfecto», empieza por practicar antes de hablar: legislador soberano, acata las más penosas prescripciones de la Ley, para quitar todo pretexto a los cobardes y a los rebeldes.

La ceremonia se realiza en una fría mañana invernal. El escenario es acaso la desamparada gruta de la natividad, o bien una humilde casa de la ciudad de David. Se trata de un sencillo rilo familiar. José empuña tembloroso el cuchillo de piedra, y corta con cuidado, repitiendo las palabras tradicionales: «Bendito sea el Señor nuestro Dios, que ha impreso su ley en nuestra carne, y que pone en sus hijos el signo de la santa alianza, para hacerles partícipes de las bendiciones de Abraham.» EÍ Niño tiembla y llora. La Madre observa, compasiva, y rumia todo esto en su corazón. En torno hay un grupo de amigos, pastores, que fueron testigos del nacimiento milagroso; vecinos que, con no pocas diligencias, ha sido posible reclutar para dar su nombre a aquel acto religioso. Diez de ellos hacen constar en un acta que aquel Niño ha entrado a formar parte del pueblo escogido.

En el sitio de honor se ve una silla adornada de paños brillantes. Está vacía, al parecer, pero todos pasan delante de ella con respeto, porque saben que allí se sienta Elías, el profeta del fuego, el terrible defensor de los derechos de Jehová. Terminada la incisión, José se acerca a ella, llevando al circuncidado en sus brazos, y pronuncia estas palabras: «Aquí tienes la silla del profeta.»

Era el momento de imponer al Niño su nombre. También aquí correspondía al padre la iniciativa; pero José debía limitarse a confirmar el nombre designado desde toda la eternidad por el Padre de las Luces. Era un nombre traído del cielo por el ángel, nombre lleno de salud y de misterio, que recordaba a los a los hebreos la entrada en la tierra prometida y el retorno de la cautividad. Aureolado con la realeza divina, el Deseado de las naciones había de levar como distintivo de su dignidad mesiánica el título de Cristo, de Mesías, de Ungido, que recuerda las grandezas del Hijo de Dios, la unción que le constituye rey, profeta y pontífice; pero su nombre personal, el que parece ponerle más cerca de nosotros, y nos designa con más propiedad a Aquel que nos ha amado hasta morir, es el de Jesús. Nada se canta más suave, nada se escucha más grato, nada se piensa más dulce. Su eco deja en el alma una impresión profunda de amor, una suavidad celeste, un gusto secreto de felicidad y el presentimiento de la liberación. Millones de labios le pronunciarán en la alegría, en el dolor, en la fe, en la esperanza, ante los perseguidores, en el pretorio, en la arena, en el suplicio, ante la seducción, en el silencio del alma, en los tormentos de la vida y en las angustias de la muerte. Hasta el fin de los siglos será la consigna de la Humanidad grande y heroica; y bajo el cielo ningún otro nombre será dado como símbolo de salud y presagio de victoria.