martes, 21 de enero de 2025

22 DE ENERO. SAN VICENTE, DIÁCONO Y MÁRTIR (+304)

 


22 DE ENERO

SAN VICENTE

DIÁCONO Y MÁRTIR (+304)

AÚN flota en el ambiente litúrgico el suave perfume lilial de la Virgencita romana, y otra vez nos trae el Martirologio en ánfora áurea el fuerte aroma de una flor silvestre. En pos de la feble Corderita llega el brioso atleta inderrocable, vencedor del dolor y de la muerte, que «entre angélicos coros brilla con insigne estola lavada en los ríos de su sangre». Es Vicente —«levita de la tribu sagrada, ministro de Dios y una. de las siete columnas del templo místico»— el mártir acérrimo que con Esteban y Lorenzo —Corona, Laurel y Victoria— forma el más excelso triunvirato de diáconos que dieron la vida por Cristo…

Este mártir celebérrimo en toda la Cristiandad, al que San Agustín dedicó cuatro sermones, no tiene Actas originales incontrovertibles, aunque sí hay en ellas —según la autorizada opinión del Padre Villada— «pormenores en que convienen todos los documentos, y no se pueden rechazar». Pero tiene, en cambio, en el poeta Aurelio Prudencio —hermano de raza y de fe— un cantor férvido y excelso. El último gran vate de la latinidad —abierta el alma a la emoción y al patriotismo— tejió en honor de San Vicente —Peristéphanon, Himno V— un poema audaz y escandecido, calcado en las Actas más fidedignas, en el que la figura del Mártir hispano cobra todo el ardor bravío de la tierra que le vio nacer, toda la fiera grandeza de su sangre oscense. Poema muy cercano a los hechos, en el tiempo, por lo que honradamente se le puede atribuir —aparte las concesiones poéticas— un fondo indiscutible de verdad. De él damos algunas citas en esta reseña.

Vicente descendía de una ilustre familia oscense. Su padre, Euticio, era hijo del cónsul Agreste, y su madre —en opinión de algunos— hermana del mártir San Lorenzo. Educado desde niño en la piedad, estudió la carrera eclesiástica en Zaragoza, al lado del obispo Valero, que supo modelar su carácter, lleno de impulsos hondos y de inmensas energías, y abrir su espíritu al esfuerzo heroico de la santidad y del martirio. «Nuestro es Vicente» —dirá Prudencio vindicando para Zaragoza esta gloria—.

Vio en esta Iglesia las Dieciocho palmas; —los patrios timbres de su heroísmo encienden— y ardiendo en sed de acrecentarlos vuela — presto al combate.

San Valero lo nombró su Arcediano o primer Diácono, para que le supliese en la sagrada cátedra, pues él, anciano y achacoso, era de palabra morosa y difícil. Pronto se iba a enrojecer de sangre aquella estola...

Estamos en los comienzos del siglo IV, España es provincia romana. Impera Diocleciano, promotor de la décima y más violenta persecución contra la Iglesia. A España llega como vesánico ejecutor de la aniquilación de los cristianos, el sátrapa Daciano, «ministro del infierno a quien Satanás colmó de astucia y bárbara impiedad». Fiel a una táctica diabólica, el execrable magistrado empieza cebándose en los principales miembros de la jerarquía —duces factionum—, y las cárceles reservadas para los delicuentes de delito común, se llenan de obispos, presbíteros y diáconos. A su paso por Zaragoza, Daciano manda detener a los dos eclesiásticos más representativos: Valero y Vicente. Ambos son conducidos, maniatados, a Valencia, donde tiene lugar el primer interrogatorio. Embarazado el Obispo para responder, toma la palabra el Arcediano y confiesa por los dos su fe, hirviente el pecho de sangre pura y juvenil. Valero sale desterrado y Vicente es sometido a tortura. El primer grado es el ecúleo. Mientras descoyuntan sus miembros —tórtore tortus ácrior— y rasgan sus nervios con úngulas de hierro, el poeta pone en boca del Mártir —alma gemela de Lorenzo— palabras de sublime estoicismo: «El cuerpo es fácil destruirlo, pero mi espíritu no llegarás a tocarlo por muy profundos que claves los garfios en mis carnes... Dentro de mí hay otro Ser sereno y libre, íntegro y exento de dolor…».

Daciano, impresionado, quiere cambiar de táctica, y le ofrece el perdón a cambio de los libros sagrados.

Era muy recio el temple de aquella alma altiva, para dejarse doblegar por la hipocresía. u negativa fue rotunda y lacerante. E Juez ordenó colocarlo sobre el lecho incandescente, supremo tormento: extrema ómnium. Vicente, sostenido por Dios, bromea en medio de las llamas con mordaz ironía, con elocuencia agresiva, irrestañable. Después de soportar impertérrito la tortura legítima, en toda su gama atroz, lo arrojan a un calabozo siniestro, que Prudencio debió de visitar. «Hay —dice— en lo más hondo de la ergástula un lugar más negro que las mismas tinieblas. Allí se esconde, arrebujada, la eterna noche». Mas, he aquí que guirnaldas de ángeles ciñen con sus alas el antro horrible, el suelo se tamiza de flores, y al silencio pavoroso baja el célico concento... El carcelero, deslumbrado, confiesa a Cristo; pero Daciano manda curar al Mártir para que, renovado, sirva de nuevo pasto a los tormentos. Apenas reclinado en las blandas almohadas, el espíritu vencedor, libre de ataduras, vuela al cielo, defraudando la saña del tirano. Es el 22 de enero del 304. La plebeya inteligencia del Prefecto no halló otra manera de salir airoso que desfogarse estúpidamente en el sagrado cuerpo, mutilándolo y arrojándolo después al mar. Las olas, al devolverlo piadosamente a la ribera, proclamaron a la faz del mundo el triunfo eterno del Victorioso...