13 DE ENERO
BEATA VERÓNICA DE MILÁN
AGUSTINA CONVERSA (1444-1497)
ABRIR el escenario de esta vida suave y humilde, rebosante de Dios, con sus milagros estupendos, sencillos, domésticos e impresionantes, es sumergirse en las páginas de unas nuevas Florecillas…
¡Páginas sublimes de puro ingenuas! Verónica nace en Binasco, una aldeíta en el camino de Pavía a Milán. De padres pobres y en casa pobrísima. Pero honrada, si ya no santa. El dominico Isodoro Isolano —biógrafo de la Beata— dice que era tal la delicadeza de sus padres, que no se atrevían a ocultar el menor defecto en los animales que vendían. Y el detalle tiene mucha fuerza, aunque parezca pueril. Es un hogar digno de esta flor, de la que puede afirmarse lo que dice la Biblia: «le cupo en suerte un alma buena».
Trabajo, privaciones, sacrificios, servicios humildes dentro y fuera de casa. ¡Dura escuela donde crece y se templa este ángel!
Verónica de Binasco —en la mitad del siglo XV— representa la exaltación de los supremos y eternos valores, de los sublimes ideales, frente al paganismo religioso con que hace su aparición «el radiante abismo del Renacimiento». Sin advertirlo siquiera, va a ser como el contrapeso de Dios ante los «nuevos dioses» —sobre todo, la «diosa Razón»— y reclamo de la misericordia divina, desde el rinconcito de una celda. Porque el Señor, al verse arrojado de la sociedad, se refugiará en su alma pura como en tabernáculo de oro...
Hemos dicho celda. Dios concede a Verónica una vocación precoz. Niña todavía, la vemos llamar a las puertas del convento agustino de Santa Marta, en Milán. La primera puerta que se abre es la de las Fioretti.
— ¿Sabes leer? —le pregunta la Superiora.
— No, Madre — responde tímidamente la niña.
— Entonces, no puedo recibirte. Es indispensable saber leer.
Tuvo que hacer Dios de portero. Verónica volvió a casa desilusionada, sorbiendo las lágrimas del primer fracaso. Sin embargo, era una flor que sólo en el claustro podía prosperar. Un día en que, acongojada, pedía a la Virgen que le enseñara a leer pronto, se le apareció la Celestial Señora y le dijo: «Hija mía, vengo a enseñarte tres letras que te harán eternamente feliz: la primera es la pureza de corazón; la segunda, la caridad; la tercera, la meditación de la Pasión de mi Jesús. Este es el alfabeto que te conviene aprender».
Verónica entró en Santa Marta, y fue una discípula aventajadísima en la ciencia de la santidad, bajo la norma de aquel divino programa. Ya en los días del noviciado conoce la dulzura de las caricias celestiales, de los grandes carismas: visiones, revelaciones, éxtasis, vida de íntima unión. Un ángel baja del cielo durante ocho días seguidos a enseñarle las rúbricas del Oficio Divino. Su confidente, la hermana Tadea, escribe que en varias ocasiones vio cómo otro ángel recogía las lágrimas de la Beata en un cáliz de oro, y que, durante los arrobos, en que las vertía en mayor abundancia, se le quedaban perladas sobre los hábitos, para licuarse poco a poco al cesar el fenómeno.
No vaya a creerse por eso que Verónica no vivía en este mundo. Afirman sus biógrafos que las monjas la admiraban aún más por sus virtudes que por sus carismas. Durante mucho tiempo fue limosnera, recorriendo a diario de puerta en puerta las calles de Milán. Pero el alma de su alma era la obediencia, llegando a veces a interrumpir el coloquio con los ángeles o con el mismo Cristo. para seguir el reglamento de la comunidad. Y tuvo revelación de que Dios prefería el ejercicio de la perfecta obediencia a cuantas oraciones y sacrificios pudiera imponerse por• propia iniciativa. No podemos hablar aquí de su oración seráfica, de sus noches pasadas ante el sagrario, de sus penitencias, de su humildad, de su santa simplicidad, sólo comparable a su gran intelección de las cosas divinas.
El Señor quiso premiarla en vida, elevándola a un plano sobrenatural altísimo, y a una alta evidencia humana también. Ella —tan simple, tan humilde— transmite mensajes divinos al papa Alejandro VI, que la recibe en audiencia secreta, y luego, presentándola ante el Colegio Cardenalicio, exclama emocionado: «Honren a esta mujer, que es una santa».
Los hombres no entendemos los caminos de Dios. Parecería que, a un alma tan pura, sólo le faltaba alzar el vuelo a las eternas moradas. Al Señor le pareció mejor purificarla aún más en la tierra con enfermedades y tentaciones dolorosas. El demonio, sobre todo, desencadenó contra ella una guerra feroz, y la sometió sistemáticamente a sus mil argucias y brutales tratos, golpeándola, tirándola de la escalera o arrojándola a un precipicio; aunque, eso sí, las nieblas infernales se disiparon pronto ante el halo de luz que la envolvía y que en los últimos años de su existencia tenía ya fulguraciones extraterrenas, llegando, en la multiplicidad de sus milagros, a ser alimentada con pan elaborado en el cielo y a recibir la Sagrada Comunión de manos angélicas...
Verónica de Binasco murió en Milán, en 1497. Todo rápido y maravilloso en la vida de esta monjita de tosco hábito y toca vetusta, lo fue también su suprema exaltación terrena. A los veinte años de su muerte —autorizado su culto por León X— pudieron venerarla sus contemporáneos sobre el pedestal de los altares.