18 DE ENERO
LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO EN ROMA
(SIGLO I)
El Legionario romano que un día del año 43 franqueó a San Pedro la entrada en la Ciudad de los Césares por la puerta Capena, no pudo imaginarse siquiera que un acto tan trivial, realizado con gesto displicente y aburrido, significaba algo así como un «borrón y cuenta nueva» en la Historia de la humanidad.
Y, sin embargo, aquel peregrino judío de cabello entrecano y facciones curtidas y nobles, manchado por el polvo de todos los caminos, era el Pescador de Galilea, que venía, enviado por el Hijo de Dios, a clavar en el corazón del paganismo su arpón apostólico de pescador de hombres. Nuevo Eneas de los más altos destinos, traía en su zurrón las llaves del reino de los cielos y una lección maravillosa, generosa, de humildad. Era portador de una misión universal, eterna, de un mensaje divino y salvador que abría al mundo perspectivas sin límite. Venía a decir a la humanidad —son palabra; de Harnack— «que de su estirpe había brotado un hombre llamado Jesucristo». Venía a abatir con su cruz de palo el vuelo de las águilas imperiales, a hacer de Babilonia —como él llamaba a Roma— un trasunto de la Jerusalén celestial, una palestra de mártires y una sede de huesos santos; a establecer en la Reina de las Ciudades, en la áurea y pulchérrima Roma, madre del mundo, un reino inmortal, y a salvar del naufragio, cristianizándola, una civilización milenaria...
¡Gran visión y gran arranque el de Pedro, cuando se decidió a asaltar el principal reducto del paganismo, a buscar en la Ciudad Cesárea —caput orbis— abierta al mundo por una magnífica red de calzadas, con su señorío inmenso y pacificador, el punto de apoyo para mover la tierra!
Cristo iba con su Vicario como una luz indefectible.
El viejo y carcomido Imperio se tambaleó ante la monarquía pacífica del oscuro Pescador de Galilea, ante el poder espiritual y pontificia soberanía prometida por Jesucristo al primer Obispo de Roma: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no podrán prevalecer contra ella». Lo que no sometieron las aguerridas legiones lo avasalló dulcemente el Evangelio. La Ciudad de Rómulo se convirtió en Sede de Pedro, en Ciudad Eterna, en Cátedra de la verdad, en faro esplendoroso de esperanza, en maravilloso reflejo del poder de Dios en la tierra. Donde tuvo asiento la tiranía, reinó la justicia y la caridad; el odio y la intriga cedieron el puesto a la lealtad y al amor; la verdad suplantó a la mentira, y el altar del Dios verdadero, a los altares 'de las falsas divinidades. Frente al Capitolio surgió San Pedro de Roma, estuche grandioso de la Cátedra Apostólica, «arco imperecedero de los tiempos futuros, apoteosis de piedra y transfiguración monumental de la Religión cristiana» — dicho con palabras de Alfonso de Lamartine.
Muere Pedro crucificado. Pero su sangre fecunda prodigiosamente la divina promesa, y el Vicario de Cristo, la Piedra fundamental de su Iglesia, el Padre universal, el Monarca del reino de Dios en el mundo, se perpetúa a través de la áurea cadena de los Sumos Pontífices. En la Cátedra del Príncipe de los Apóstoles, húmeda de sangre, se sienta Lino, y la excelsa teoría de los papas -262 desde Pedro hasta el ya inmortal Pío XII — no se interrumpe en el espacio de dos milenios, ni se interrumpirá jamás. «El Pontificado —ha escrito el protestante lord Macaulay— es la dinastía más antigua: existía ya cuando luchaban los tigres y los leopardos en el anfiteatro de Flavio y alcanzaban los últimos resplandores de la ciencia helénica las Escuelas de Alejandría, y subsistirá cuando un habitante de Nueva Zelanda, apoyado sobre un arco del puente de Londres, dibuje las ruinas de la Catedral protestante de San Pablo». Ni las terribles persecuciones romanas, ni las desgarraduras de la herejía, ni Lutero, ni Napoleón, ni los modernos perseguidores, han podido hacer zozobrar esta Barca nacida con el contraste de lo eterno. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». «Estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos».
Roma será siempre la Madre de todas las Iglesias, la misma Cátedra inderrocable establecida por San Pedro el 43 de nuestra Era, por divina providencia. Por eso el 18 de enero —fecha fijada en 1557 por Paulo IV para solemnizar esta gloriosa efeméride—, el mundo católico levanta sus brazos al cielo, en apretado vínculo de fraternidad universal, encendidos los corazones y las almas de amor y de fe hacia este Solio sagrado de la Verdad, garantía infalible de nuestro Credo...
¡Hace ya cerca de dos mil años que Pedro, el ignoto peregrino judío que entró en Roma por la Puerta Capena, puso en una humilde casita del Transtíber, la primera piedra de un reino eterno! Dos mil años de suave imperio espiritual, de fe incólume, de autoridad incontestable, de indestructible unidad, de radiante y orientadora luz, proclaman el triunfo absoluto de la promesa de Jesucristo, y reclaman de todos los hombres que constituyen la gran familia humana, la más entusiasta e inquebrantable adhesión a la Cátedra de Pedro; porque, como él mismo decía a sus primeros neófitos romanos, «somos una raza escogida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo que Dios ha hecho suyo para que anuncie las grandezas de Aquel que le ha llamado de las tinieblas a la luz admirable…»