martes, 28 de enero de 2025

29 DE ENERO SAN FRANCISCO DE SALES OBISPO Y DOCTOR (1567-1622)

 


29 DE ENERO

SAN FRANCISCO DE SALES

OBISPO Y DOCTOR (1567-1622)

EN el apretado santoral de enero —con su «Semana de los Barbudos»— la estampa de San Francisco de Sales, «uno de los más fieles trasuntos del Redentor», brilla con cálidos reflejos de universalidad y simpatía.

Su vida tiene para las almas un encanto fascinador, una atracción misteriosa; y en sus obras se aprenden los más sublimes y modernos secretos de la espiritualidad. «Quien lo estudie —observa Su Santidad Pío XI en la Rerum Ómnium— hallará que desde su más tierna edad fue modelo de virtud, no severo y triste, sino dulce y asequible a todos»…

El retrato que a porfía nos pintan sus biógrafos es el de un joven apuesto, pulcro y distinguido, de alta exquisitez espiritual, aristócrata por la sangre y por la virtud; es la estampa de un hombre «bueno y fuerte» —gentilhombre completo— que, con toda su finura, cuando se pretende rendir su pureza en infame armadijo —como diría Pierre L'Ermite— no vacila un instante en escupir al rostro de la muchacha más hermosa de la Ciudad. El hogar familiar, el Colegio, la Universidad, el Seminario, la Corte, la Sede episcopal nos ofrecen a un Francisco señor de sí, dechado para toda edad, ambiente y condición. Pero el Francisco que roba los corazones es el «Santo de la dulzura», el «Apóstol de la amabilidad»: eximia virtud —dice el citado Papa— que brota de su alma como un fruto dulcísimo de caridad cristiana. Santa Juana de Chantal nos ha dejado esta pincelada maestra: «Oía a todos apaciblemente y todo el tiempo que cada uno quería. Sus maneras y conversación eran extremadamente serias; pero siempre lo más dulce, lo más humilde, lo más natural que se ha visto jamás. Hablaba bajo, gravemente, reposadamente, dulcemente, sabiamente. No decía ni de más ni de menos, sino lo necesario. Entre los negocios graves solía derramar palabras de afabilidad cordial... Me parece que nuestro bienaventurado Padre era como una imagen viva del Hijo de Dios».

Nacido en cuna preclara —en el castillo saboyano de Sales, solar de sus padres, los señores de Boisy—, Franeisco será siempre perfecto ejemplar de humildad, sencillez y dulzura. Aprende latín y Humanidades en Annecy; en París estudia retórica, filosofía y teología; recibe en Padua lecciones de derecho romano del famoso Guy Pancirolo, y de griego y hebreo del no menos célebre Genebrardo, doctorándose en esta última Universidad en Derecho civil y canónico el 5 de setiembre de 1591, y siendo recibido en el Colegio de Saboya. Por modestia, renuncia al honor de ser propuesto senador de Chambery. Poco después, un hecho providencial lo decide a abrazar el sacerdocio, porque «de nada me serviría ser sabio, si no llegara a ser santo». Contra el parecer y la oposición de toda la familia, que lo estima como a su más gloriosa esperanza, revela a su padre el voto de castidad que ofreciera a la Virgen cuando se consagró a Ella en la Congregación Mariana de Clermont-Ferrand, renuncia al señorío de Villagoret y es ordenado el 18 de diciembre de 1593. Al año siguiente, con la misma oposición familiar, se ofrece irrevocablemente al Obispo para la difícil misión del Chablais.

Fue una corazonada de genio, de santo, a la que la Iglesia debe la conversión de más de setenta mil calvinistas. Con el corazón ardiendo en llamas de amor a Dios y a las almas, recorrió varias veces a pie aquella región infestada de herejes y pasó muchas horas ante el crucifijo —porque «las almas se ganan con las rodillas»— saliendo milagrosamente ileso de varios atentados y conservando siempre la misma serenidad de espíritu, el mismo amor dulce para con los desagradecidos, amor que venció la maldad hasta de los más obstinados.

Nombrado coadjutor del Prelado ginebrino y embajador en París —donde intima con Enrique IV y Vicente de Paúl—, Francisco de Sales es consagrado obispo de Ginebra en 1602. La divisa de su blasón podría ser ésta: «Ni más ni menos». O aquella frase suya tan realista: «Un obispo es un abrevadero público en el que todo el mundo debe poder apagar la sed». Su actividad pastoral adquiere, por estos cauces, tonos indecibles. Brilla como luz sobre el candelero, con su magisterio excelso. con sus grandes virtudes y milagros, con la fundación de las monjas Salesas —en colaboración con la santa baronesa de Chantal— y, especialmente, con sus maravillosos escritos ascéticos —Introducción a la vida devota, Cartas, Tratado del amor de Dios—, que han sido vertidos a todos los idiomas y le han valido los títulos de «Maestro de la espiritualidad moderna, Doctor de la Iglesia y Patrono de los periodistas católicos», por ser él quien primero «trasmutó la pluma en áureo cetro de la buena prensa». A pesar de que «los negocios le ahogan como un torrente», Francisco halla tiempo para volcarse en libros pulcros y sabrosos, que responden enteramente a su propósito de hacer de la mística lo que hiciera de la piedad: un camino sencillo y amable. «¿No es herejía —pregunta— querer desterrar la vida devota de la milicia, del taller, del palacio, del hogar?»…

El 29 de diciembre, a los cincuenta y seis años, minada su salud por el trabajo y el vencimiento de un natural acre, entró en la paz gloriosa del Señor «el más dulce de los hombres y el más amable de los santos», que un día hizo exclamar a San Vicente de Paúl: «¡Dios mío, qué bueno eres, cuando tanta suavidad hay en Mons. Francisco, que no es más que una hechura tuya!».