sábado, 11 de enero de 2025

12 DE ENERO. SAN BENITO BISCOP, ABAD BENEDICTINO (628-703)

 


12 DE ENERO

SAN BENITO BISCOP

ABAD BENEDICTINO (628-703)

Los orígenes de la Iglesia y del monacato en Inglaterra tienen algo de legendarios y mucho de heroicos. Los preclaros hijos de San Benito, más audaces que, los legionarios romanos, sin otras armas que su fe y su celo avasallador, llegaron a donde apenas habían conseguido asomarse las Águilas imperiales. Los nombres excelsos de Agustín, Beda, Bonifacio, Wilibrordo, Gutberto, Teodoro, Adelelmo, Wilfrido, Egwino, Benito Biscop y tantos más, que brillaron con luz estelar en el cielo entenebrecido de la antigua Britania, unidos a los no menos ilustres de sus renombradas abadías —Lindisfarne, Ripon, Exham, San Agustín, Vearmouth-Yarrow—, representan el triunfo definitivo del Evangelio sobre los corazones salvajes y la total conquista de Inglaterra para Jesucristo…

El monje anglosajón Biscop Baducing o Benito Biscop —uno de aquellos «ángeles» que tanto deseaba ver San Gregorio Magno— lleva un papel importantísimo en esta epopeya apostólica y civilizadora. Oriundo de una familia prócer del reino de Nortumberland, pasa sus años floridos entre magnificencias cortesanas, cabe el rey Oswin. Ambiente siempre propicio a la molicie, que él purifica y perfuma con aroma de virtudes. Benito —espíritu aristocrático y fino, alma delicada y piadosa — sabe aprovecharse de la atmósfera de distinción que le rodea para añadir a su noble apellido los nuevos timbres de héroe y santo. Iniciado desde la infancia en la carrera de las armas, aún adolescente lo vemos luchar con bravura por su patria, por su fe, por la poesía de un ideal siempre noble, bello y elevado...

El año 653, a los veinticinco de su edad, hace la peregrinación a Roma, en compañía del futuro San Wilfrido. Es un viaje providencial. Su alma grande de artista, llena de sueños altos y luminosos, se desborda de entusiasmo, se ensancha, ante la excelsitud del Vicario de Cristo, ante el esplendor de la Ciudad Eterna, Patria común de los cristianos —Roma nemo alienus tesoro de sacros recuerdos, de ciencia, de arte, de religiosidad.

Se ha pretendido que Biscop sintió la vocación religiosa en la célebre abadía de Lerins —frente a Cannes—, que visitó a su regreso a Inglaterra. Es indudable que cuando Benito llegó a la «Isla de los santos», ya llevaba el alma herida de amor por lo que había visto, oído y sentido. Roma fue su madre en la fe, en el arte, en la sabiduría, en la vocación. Lo que no se puede negar es que en aquel remanso de paz monástica fundado por San Honorato —el centro monacal más ilustre de Occidente, seminario de santos, foco de cultura, hogar más puro y fecundo para la humanidad que cualquier isla famosa del archipiélago helénico— dio concreción a sus inquietudes y fijó sus grandes ideales. Y allí, con espontaneidad casi infantil —moción del cielo— le brotó del alma la exclamación bíblica: Dóminus pars hæreditatis meæ... El Señor es mi parte y mi herencia...

Renunció al mundo, pidió el hábito, recibió la tonsura y vivió en Lerins dos años la más perfecta vida cenobítica.

Pero Roma —«el milagro de Roma», de que habla Casiodoro— le atrae irresistiblemente. Cabe la Cátedra del mundo, sorbiendo efluvios de belleza y de cristianismo palpitante, pasa Biscop varios años; hasta que —en 669— el papa San Vitaliano lo envía a Inglaterra acompañando a San Teodoro de Cantórbery, el cual lo pone al frente de la abadía de San Agustín.

Benito Biscop —formado científica y religiosamente en las mejores escuelas europeas— es un abad perfecto y santo: el primero en el coro, el más fervoroso en el Santo Sacrificio, el más exacto en los preceptos de austeridad' y mansedumbre, el docto maestro y refinado artista, forjador de almas de la talla de un Geolfrido, un Easterwin o un Beda. Hombre, además, eminentemente práctico, comprende que la conversión de su Patria no puede ser sino obra de los monasterios; y, con la ayuda del rey Egfrido, funda en la playa de Nortumbría —675— la gran abadía de Wearmouth-Yarrow. Peregrino infatigable, realiza varias veces el penoso viaje a Roma, con la ilusión de ir trayendo a sus monasterios el calor de la magnificencia latina. Introduce en sus iglesias la alegría de la luz policroma, los jaspes y mármoles, la tierna emoción del canto gregoriano. Gusta de verse rodeado de retablos, frescos, códices... Siempre vuelve acompañado de mamposteros, vidrieros, arquitectos y decoradores. Es una afición ingénita de la que nunca logra inhibirse, y que ofrece a Dios, santificada, como un rico presente. Su empeño en devolver al culto divino todo su esplendor externo, toda su virtud depuradora sobre las almas, le lleva a escribir el Tratado de la celebración de las fiestas, y otras obras litúrgicas. No obstante, consagra sus mejores energías a establecer en sus monasterios la disciplina que ha visto en los de Francia e Italia. Por eso, dice a sus discípulos: «Las Reglas que os he dado no son Invención mía. Es lo mejor que he encontrado en diecisiete monasterios ejemplares del Continente».

Ya hacia el fin de sus días, las inexorables exigencias de la santidad le impusieron grandes sufrimientos y penas morales. Benito había sido un santo alegre toda la vida, y no perdió esa característica cuando le visitó la enfermedad, larga y cruel. La muerte pudo rendir, al fin, a aquel apóstol, activo hasta lo inverosímil; pero no logró marchitar su obstinada sonrisa.