martes, 14 de enero de 2025

15 DE ENERO. SAN PABLO DE TEBAS, PRIMER ERMITAÑO (229-342)

 


15 DE ENERO

SAN PABLO DE TEBAS

PRIMER ERMITAÑO (229-342)

A los veintiún años, bajo la gran persecución de Decio, un egipcio llamado Pablo, rico, instruido, versado en las letras griegas y romanas, distribuyó sus bienes a los pobres, renunció al mundo, y vino a ser en el desierto de la Tebaida el primer modelo de vida solitaria, el padre de una pléyade inmensa de anacoretas en los que se cumplió el viejo vaticinio : «El desierto se cubrirá de flores»...

He aquí, en síntesis, una historia viva e impresionante, transmitida por San Jerónimo y San Atanasio, acogida por la Cristiandad con grato asombro, negada por los hipercríticos y —compensación a las fantasías de un David Téniers— idealizada por el genio de Velázquez y Chateaubriand.

Guiado por Dios, Pablo de Tebas, tras varias jornadas de duro caminar, descubrió en la cumbre de un monte blanco una cueva cerrada por una gran piedra. La removió como pudo, y se halló en un amplio vestíbulo, abierto al aire y a la luz, en el que una añosa palmera plantada por el viento, bajo el soplo de Dios, le brindaba sus dulces dátiles y su grata sombra. Un hilillo de agua, clara como el cristal, brotaba de la peña. En lo alto del cielo brillaban, temblorosas, las estrellas...

Pablo se sintió fascinado por. aquel retiro misterioso, que no abandonaría hasta la muerte. Dedicado a la oración y meditación, vivía exclusivamente para Dios, cual si fuera un espíritu puro. Pasaron los meses y los años. i Más de noventa años! Su barba se volvió blanca como un torrente de espuma; su cráneo se puso como el marfil; su cuerpo, enflaquecido por la abstinencia, parecía un pergamino... Pero el gran anacoreta, abstraído del tiempo y las estaciones como lo estaba de los hombres, esperaba pacientemente la llegada del ángel de la muerte.

Un día, San Antonio el Grande —otro héroe del desierto— tuvo una tentación de vanagloria. Y Dios, para humillarle, le reveló un secreto que nadie en el mundo conocía: la existencia de un solitario llamado Pablo de Tebas, más antiguo y más santo que él.

Antonio quiso conocerlo. Dos días enteros erró por aquellas soledades, perseguido por el diablo, que trataba de impedir la providencial entrevista. Dios guio sus pasos hasta la cueva del anacoreta. La sorpresa de éste al sentirse llamar por su nombre fue tan grande que no se atrevió a abrir la puerta. La voz enternecedora del visitante llegaba, trémula, a sus oídos: «Seguramente tú sabes quién soy; Dios te. lo ha revelado. No soy digno de ver tu rostro; más, no me cierres la caverna que está abierta a las bestias feroces, Te he buscado a través de todos los peligros, y dispuesto estoy a aguardar la muerte llamando a la puerta de tu palacio».

Pablo, herido en su fibra de hombre, franqueó, al fin, la entrada, dejándose caer emocionado en brazos de Antonio. «Aquí tienes al hombre que has buscado con tanto afán. Ya ves lo que soy: un verdadero carcamal, una casa llena de goteras, un cuerpo carcomido por los años, que pronto tornará al polvo de la tierra. Pero, dime, ¿quién señorea el mundo? ¿Se construyen nuevas casas? ¿Hay todavía idólatras?».

Antonio le habló de la persecución de Diocleciano, de las blasfemias de Arrio, del triunfo de Nicea, de la conversión de Constantino, de la valentía y santidad de los defensores de la Fe...

Allá abajo se oía la dulce salmodia de un arroyuelo. De pronto, un suave rozar de alas y un cuervo que aparece ante ellos con un pan en el pico.

— ¡Alabado sea Dios! —exclamó Pablo—. Hace sesenta años que el Señor me envía medio panecillo. Hoy, en tu honor, dobla la ración.

Mientras comían junto a la fuente, el ermitaño repasó su larga y simple historia, bordada de penitencias y oraciones. Luego, comprendiendo el sentido divino de aquel encuentro, dijo a su visitante: «Mi fin se acerca. He deseado siempre estar con Cristo, y está próxima mi corona. Te ruego, hermano, que me traigas el manto que te dio el gran Atanasio y me amortajes con él, pues quiero morir en su fe».

Cuando el santo Abad estuvo de nuevo entre sus monjes, les dijo, sollozando, por toda explicación: «¡Ay de mí, que llevo sin merecerlo el nombre de solitario! He visto a Elías, he visto a Juan en el desierto, he visto a Pablo en el paraíso». Y desapareció precipitadamente, para volver, acongojado, pocos días después. «El serafín no está ya en la tierra —dijo a los asombrados cenobitas—. Yo le he visto subir al cielo radiante de blancura, rodeado de ángeles y profetas. Corrí a la cima del monte y encontré a Pablo arrodillado; alta la cabeza, los brazos extendidos al cielo. Parecía aún orar, y ya no existía. Dos leones me ayudaron a abrirle la fosa, y esta túnica hecha con hojas de palmera ha sido mi única herencia»...

San Jerónimo concluye la vida de su héroe con una reflexión que hace temblar. «Yo pregunto a los que tienen fortunas fabulosas: ¿Qué faltó jamás a este hombre santo y desnudo? Vosotros bebéis en tazas de oro, y Pablo en el cuenco de sus manos satisfacía la sed. Vosotros os cubrís de seda, y él vestía peor que vuestros esclavos. Pero se han vuelto las tornas. A este pobrecito se le ha abierto el cielo; vosotros iréis al infierno con vuestras riquezas. Él, desnudo, conservó la blanca vestidura bautismal; vosotros la habéis profanado con vuestras vestiduras fastuosas. En cuanto a mí, prefiero la túnica de Pablo a la púrpura de los reyes».