lunes, 20 de enero de 2025

21 DE ENERO. SANTA INÉS, VÍRGEN Y MÁRTIR (291-304)

 


21 DE ENERO

SANTA INÉS

VÍRGEN Y MÁRTIR (291-304)

NOMBRAR a Santa Inés —«vida de rosa destinada al altar o vida de cordera votada al sacrificio»—equivale a descorrer el velo que oculta el retablo de loanzas de dieciséis siglos que, asombrados, latieron de devoción y amor por esta doncellita graciosa que «en púrpura viva lavó su estola virginal».

Mansa y tierna como el cordero simbólico que la acompañaba en la visión que después de su triunfo tuvieron sus padres —Agne, en griego, vale tanto como la pura, y en latín, corderita—, ha merecido el homenaje universal de la liturgia, del arte y de la poesía cristianos.

En su honor se compuso la misa Me exspectaverunt. Su nombre figura en el Canon sagrado del divino Sacrificio y en las letanías de los Santos. De ella hablan los antiguos sinaxarios y menologios griegos. Su tumba gloriosa, en la Vía Nomentana —donde todavía descansan sus restos—, dio origen al Cementerio de Santa Inés. Sobre ella hizo construir una pequeña basílica la princesa Constancia; basílica que, ampliada por el papa Honorio I, se ha conservado hasta nuestros días. La imaginación popular, excitada por el bello morir de la heroína, teje en torno a la historia una hermosa leyenda. Los artistas de la gubia y el pincel, desde Bernini hasta Alonso Cano, compiten en aureolar su imagen de gracia y de pureza. ¿No conocéis la Inés —lirio y luz— de Carlo Dolci?... Los poetas y doctores no se han quedado en zaga. La celebraron San Agustín y San Jerónimo. San Ambrosio le dedicó su libro De virgínibus, inspirado y conmovedor. El epigrafista San Dámaso la cantó en versos escultóricos, en los que hace crecer milagrosamente la cabellera de la Virgen, que se derrama sobre el lirio desnudo de su cuerpo, «no sea que una faz perecedera profane el templo del Señor». Pero ningún plectro como el de nuestro Prudencio, que puso broche de oro al universal panegírico con su himno Pássio Agnetis, delicado y fragante. En fin, todos los hombres son pregoneros de su gloria, porque su nombre, título de pudor, es ya una alabanza.

Desgraciadamente, a esta magnífica loa de los siglos no corresponden unas Actas ciertas y luminosas, pues éstas no aparecen antes del 450. La tradición de que la Corderita tiñó el candor de su vellón virginal con la sangre del martirio es, sin embargo, segura y venerable. Y existen también ciertos datos coincidentes en casi todos los documentos.

Debió de ser durante la persecución de Diocleciano, a principios del siglo IV. Inés, patricia romana, niña delicada tan pura como su nombre, frisaba en los trece años. «Su devoción —dice San Ambrosio— era superior a la edad; su energía, superior a la naturaleza... Hecha maestra de virtud la que por los años era incapaz de serlo... ¿Había por ventura en aquel cuerpecito lugar para el golpe de la espada? Pues quien no tenía donde recibir la herida del hierro tuvo fortaleza para vencer al mismo hierro». En general, los autores del siglo IV suelen presentarla dentro del marco austero y heroico de los hechos, rehusando la mano del hijo del Prefecto de Roma, por cuya causa es tachada de cristiana y juzgada como tal. Dicen que núbil apenas en sus primerizos años —habla Prudencio— la doncellita, ya caldeada en el amor a Cristo, resistía fuertemente las sugestiones de la impiedad para que desertase de la sagrada fe... y ofrecía de grado su cuerpo a la tortura y a la muerte. ¡Qué de terrores ensayó el verdugo para espantarla! —aclara San Ambrosio—. ¡Qué de halagos para rendirla! ¡Qué de promesas para atraerla a los desposorios! Pero ella sólo respondía: «Injuria sería para mi Esposo el pretender agradar a otro. Me entregaré sólo a aquel que primero me eligió. ¿Qué te detienes oh verdugo?

¡Perezca un cuerpo que puede ser amado por ojos que detesto! Inés —dice San Dámaso— holló bajo sus pies las amenazas y la rabia del tirano, que quería entregar a las llamas el noble cuerpo, y superó con débiles fuerzas un inmenso terror. Prudencio habla de un tormento más espantable para una virgen. Dice que fue condenada a ser expuesta en un lugar infame, bajo las arcadas del Circus agonalis —condenada ad lenonem, en lugar de serlo ad leonem—; y pone en sus labios una respuesta impávida y confiada. «Cristo no olvida a los suyos... Teñirás, si quieres, 14 espada con mi sangre; no mancillarás mis miembros con la lujuria». Sólo un mozo osó mirarla procazmente, y cayó a sus plantas fulminado por un rayo. La oración de Inés lo restituyó a la vida y a la luz. Tras este primer paso hacia el cielo, fue arrojada en una hoguera crepitante, y ni las llamas se atrevieron a rozar su virgíneo cuerpo. Entonces se le acercó un verdugo armado y violento. La Corderita, dispuesta para el supremo holocausto, lo saludó gozosa, erguida; oró breves instantes e inclinó la cabeza para que la cerviz rendida recibiera más cómodamente el golpe de la espada. El verdugo, trémulo, descargó un mandoble fuerte. La cabeza se desgajó del tronco al primer tajo, como se desprende del tallo una flor. El espíritu, ya desnudo, resplandece, y, libre del cuerpo, sube por los aires...

Prudencio cierra la apoteosis con esta plegaría ígnea: «¡Oh, Virgen feliz! ¡oh gloria nueva; noble moradora del palacio del cielo; inclina hacia nuestro fango tu frente de doble diadema. El fulgor de tu rostro favorable, si hasta mi pecho penetrare, lo purificará. ¡Nada hay que no quede puro si te dignares envolverlo en la piedad de tus ojos o tocarlo con la blancura de tu pie!»