miércoles, 1 de enero de 2025

2 DE ENERO. EL SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS

 


02 DE ENERO

EL SANTÍSIMO NOMBRE DE JESÚS

¡Jesus! Nombre celestial. Escudo del alma. Pedestal de la fe. Áncora de la esperanza. Fuego de la caridad. Lema inmortal de salvación. Bandera blanca de amistad. Arco iris que surge esplendoroso en la encrucijada de los siglos —en la conjunción histórica de los dos Testamentos— anunciando a los hombres la paz de Dios...

—Le llamaréis Jesús —dijo el Ángel a María y a José— Él es quien salvará a su pueblo de sus pecados.

¡Jesús! Sólo del cielo, en donde resuena gloriosamente desde toda la eternidad, pudo trascender este Nombre adorable — con su polifonía armoniosa y pujante— «jugoso como un racimo de Engaddí, lleno del mosto de las granadas místicas del Cantar de los Cantares».

Regaladamente lo canta la Liturgia:

Nada se piensa más dulce,

nada se canta más suave,

nada se escucha más grato

que Jesús, Hijo del Padre...

Nuestro inmortal Prudencio dirige un saludo arrobador al Nombre tres veces santo, en su ¡Oh Nomen prædulce mihi! «¡Oh Nombre dulce para mí! ¡Luz, decoro, esperanza y defensa mía! ¡Oh, reposo cierto de los trabajos! ¡Blando sabor en la boca, fragancia exquisita, manantial inagotable, casto amor, hermosura espléndida, placer noble!». San Agustín —observa finamente Lorenzo Riber— en la suavidad láctea y abundante del Hortensio de Cicerón encontraba acerbidad y desabrimiento, porque allí no había el Nombre de Jesús. Lope de Vega le dedica todo un auto sacramental, del cual libamos al azar estos versos:

¡Dulce Jesús, dulce alcorza,

dulce epítima del alma,

dulce panal en la boca!

En el Nombre de Jesús hay algo tan íntimo y tan elevado, tan sublime y tan tierno a la vez, que no podemos pronunciarlo sin que nos abrase los labios, porque es símbolo supremo del amor y del dolor, de la luz y de la victoria, porque nos lo ha grabado en el alma a golpes de su Sangre. Decir Jesús —escribe José de Luca— es decir todo lo que de más elevado se puede decir... Diciendo Jesús, decimos el Hijo de Dios, el Candor de la Luz Eterna, la Imagen de la sustancia del Padre, el Verbo Eterno, en el cual y para el cual existe todo cuanto existe. Decimos él ápice del Ser, el pleno de la vida, el colmo de la gloria, lo extremo de la potencia, lo inimaginable de la belleza, lo. que nunca llegaremos a. comprender.

La forma completa del dulcísimo Nombre impuesto al Señor en la Circuncisión es en hebreo Iehôchouah, «Dios salva». Nombre divinamente apropiado a Cristo Salvador, a Aquel que, poseyendo todos los títulos, no escoge otro sino el que más dice a nuestra salvación. «Diéronle el nombre —anota Rivadeneira porque le dieron el oficio, y llamáronle Salvador, porque su oficio fue de Salvador y Salvador de pecados». «No se nos ha dado otro Nombre por el cual debamos ser salvos»— había dicho ya San. Pedro.

Todos los Nombres de Cristo —tan soberanamente parafraseados por el inefable Fray Luis de León— están sintetizados en éste. Y porque es Jesús es Admirable, Emmanuel, Cordero, Luz, Consejero, Camino, Oriente, Pimpollo y Príncipe de la Paz. Por derecho propio corresponde este augusto Nombre al Mesías que, a la par que Rey, Sacerdote y Dios, es también verdadero Hombre. El nombre de Jehová era «solemne y terrible», y no se pronunciaba por respeto; el de Jesús es «tierno y amable», y lo han repetido y repetirán todas las generaciones, como cifra de amor y de esperanza: fortaleza de los mártires, alegría de los santos, bálsamo de los dolientes, anhelo de los moribundos, gloriosa obsesión de los profetas. Nombre «superior a todo nombre, ante el cual se dobla toda rodilla, en el cielo, en la tierra y hasta en los abismos».

¡Jesús, Hijo de David, apiádate de mí! Y Jesús enciende la lámpara del sol en los ojos marchitos del ciego de Jericó. Jesús, si Tú quieres, puedes limpiarme!». Y la carroña se desprende de los miembros infectos del leproso, mientras .su alma redunda dulzura. «No tengo oro ni' plata —dice Pedro al tullido—; pero, en Nombre de Jesús, levántate y anda». Y sus piernas resecas se rejuvenecen y se le ensancha el horizonte más allá de la vida. Y es que el mismo Jesús nos tiene empeñada su palabra: «Cuanto pidiereis al Padre en mi Nombre, se os concederá». Por eso la Iglesia termina siempre sus oraciones: Per Dóminum Nostrum Jesum Christum.

¡Jesús! Nombre santo y poderoso, más dulce que la miel y el panal, más suave que el óleo, más confortativo que el bálsamo; luz de la inteligencia, remozamiento del corazón, reciedumbre de la voluntad; el que cura nuestras lacras y nos recuerda nuestra filiación divina. «Quien no ama mi Nombre, no puede ser discípulo mío...» ¿Cómo cantar sus excelencias? Ya sólo queda espacio para copiar el celebrado soneto deprecación de Baltasar del Alcázar:

Jesús, bendiga yo tu santo Nombre;

Jesús, mi voluntad en Ti. se emplee;

Jesús, mi alma siempre te desee;

Jesús, yo te confieso Dios y Hombre.

Jesús, lóete yo cuando te nombre;

Jesús, con viva fe por Ti pelee;

Jesús, con tu ley santa me recree;

Jesús, sea mi gloria tu renombre.

Jesús, contemple en Ti mi entendimiento;

Jesús, mi corazón en Ti se inflame;

Jesús, medite en Ti mi pensamiento.

Jesús, de mis entrañas, yo te ame;

Jesús, viva yo en Ti todo momento,

Jesús, óyeme Tú cuando te llame.