26 DE ENERO
SANTA PAULA
VIUDA (347-404)
EN el festivo rodar del Santoral encontramos almas que parecen haber venido al mundo para entenderse y completarse dentro de un mismo plan providencial: Pablo y Timoteo, Francisco y Clara, Teresa y Juan de la Cruz, Francisco de Sales y Juana de Chantal, Vicente de Paúl y Luisa de Marillac, Jerónimo y Paula... ¡Paula! i Santa Paula!
Aquí la gran matrona romana, patricia por los cuatro costados, vástago ilustre de los Gracos, de los Escipiones, de los Paulos Emilios... Y aquí también la noble cristiana, nacida y educada en una fe implantada hace más de dos siglos en su raza. ¡Dos grandezas que difícilmente podrían prosperar a la par...!
En la Iglesia, la paz constantiniana y la prosperidad de San Dámaso, gloria insigne de Hispania. Paula, en la flor de la vida, dueña de cuanto humanamente se puede apetecer, madre de cinco niños —que igual pudieran ser cinco ángeles—, alta dama, gala y ornato de la Ciudad de los Césares, se siente también feliz. Quizá —esclava de la posición social— paga su pequeño tributo a la molicie en boga.
Pero una ley más alta rige su destino. El año 379 la adversidad llama a las puertas de su palacio y le arrebata su mayor tesoro: a Julio Toxocio, su esposo idolatrado, su alegría, su amparo, su luz. ¿Será un castigo o una desgracia? —se pregunta Paula entre plegarias sollozantes, grito desgarrado de su corazón dolorido—. Momento de desconcierto, de desolación.
Fue una gracia y una luz. Triunfó la fe, y se levantó llena de fortaleza. Vio claro de repente. En su alma —ascua encendida en el amor más puro— se despertaron los subidos afectos místicos, las grandes caridades, las ansias incontenibles de penitencia y desasimiento terrenal. Cristo la invitó amorosamente: «Acógete a Mí; soy el Amor que nunca muere». El ejemplo de Marcela, Albina y Lea, que introdujeran en sus palacios las austeridades de la Tebaida, la indujo a hacer el llamado «propósito santo» —o sea, abrazar la vida monástica— y a permanecer en viudedad, consagrada exclusivamente a su perfeccionamiento espiritual y a la educación de sus hijos. Libertó a sus esclavos y les dio dinero para que pudiesen rehacer sus vidas. Castigó su cuerpo, lo maltrató, lo desfiguró, porque «es preciso afear por amor a Cristo lo que adorné por amor a los hombres». Era la llama de un nuevo y no soñado amor...
El año 382, llegan a Roma, convocados a un Concilio, varios obispos orientales; entre ellos San Epifanio y un famoso monje llamado Jerónimo, el futuro San Jerónimo. Ambos tratan a Paula. De sus labios oye por vez primera la Santa las pasmosas penitencias de los héroes del yermo, encendiéndose en deseos de admirar por sí misma, para imitarlos, aquellos prodigios de santidad. Una vez clausuradas las sesiones conciliares, los Prelados regresan a sus sedes. Pero el papa San Dámaso retiene a Jerónimo en calidad de secretario, para que revise las Sagradas Escrituras. Paula toma por director espiritual a este hombre, joven en años, pero maduro en santidad, que providencialmente se cruza en su camino. Espíritu práctico y austero, casi áspero, desconocedor de melindres y medias tintas, Jerónimo se muestra severo con su dirigida, para la que quiere una piedad seria e ilustrada y una vida genuinamente evangélica. Así vemos que, entre otras imposiciones extrañas, le prescribe —ciencia y disciplina— el estudio del hebreo. En el elogio fúnebre que enviará a la virginal Eustoquia, de su madre Paula, testimoniará que «no era posible hallar espíritu más dócil» y que «tuvo siempre ardiente amor a los monasterios y al estudio de los Padres y la Escritura».
El ascendiente que Jerónimo iba tomando en Roma, le atrajo muchas envidias, y cayeron sobre él las flechas envenenadas de la calumnia procaz. «Cuántos que me felicitan y sonríen —exclama—, se alegrarían con la noticia de mi muerte». Con el corazón destrozado tuvo que abandonar para siempre «su Ciudad querida», que para él sería en lo sucesivo como «una nueva Babilonia, vestida de púrpura y entregada al libertinaje». Paula —¡oh, el martirio oscuro y fuerte de las almas sencillas!— quedó también desconsolada. Se dice que la mujer es fuerte en su debilidad. Paula lo fue; porque, cobrando bríos varoniles, tomó una resolución casi inverosímil: partir para el Oriente. Su vida cobra aquí el alucinante friso de la aventura. Con los ojos en ascua, se arranca de sus prendas queridas: «Antes que vuestra madre, soy esposa de Cristo». Sólo Eustoquia la acompaña en su peregrinación. Visita la Tebaida y Nitria. Se entrevista con los patriarcas del desierto: San Macario, San Arsenio, San Serapio... Después de recorrer con fervor indecible los Santos Lugares, fija su residencia en Belén, en un monasterio construido a sus expensas. También levanta otro para los monjes y una hospedería para los peregrinos, donde derrama los efluvios de su caridad heroica. No es necesario hacer conjeturas sobre la sublimidad de su vida —en franco vuelo hacia Dios— después de oír a San Jerónimo: «Aunque todos mis miembros se volviesen lenguas, no podría elogiar dignamente las virtudes de aquella Santa gloriosa».
Y la muerte de Paula fue como su vida: un idilio con el Amado. Ella hubiera preferido ser esclava; pero Él la hizo reina de su Corazón.
Y el mundo entero bendijo su nombre.